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Un día desperté y ya era fantasma

Cuento de Ameyali Espinla Roskaritz
2023 Octubre 30
Un día desperté y ya era fantasma: puro ectoplasma, telas brumosas y pelos flotantes. Ahora no hago otra cosa que caminar sobre los pasos que ya di, una y otra vez, dejando detrás un rastro de trastes por lavar. El cómo y el porqué de esta extraña transformación siguen siendo un misterio. Tengo vagos recuerdos y muchas teorías.

Tal vez sucedió mientras estaba llenando la cafetera. Mi torpeza parecía ser crónica y, ?combinada con la temblorina de unos dedos que nunca me pertenecieron? tarde o temprano tendría que causar un desastre. Como si fuera un paso ritual obligatorio, cada que quería tomar una taza de café con cardamomo, salpicaba el agua en todas direcciones, menos dentro de la canaleta de la máquina. Seguro y eso me mató. Así morí: electrocutada, con una explosión con propulsión a chorro de pura agua del garrafón, directo al multicontactos.

Otra posibilidad es que mi transformación se haya desencadenado durante aquel mortal encuentro con un pan de muerto ?que tenía más de muerto que de pan?. Sesenta y siete pesos por un pan que sabe mejor en la panadería del mercado y que, para colmo de males, estaba duro. Cualquiera se habría muerto de puro coraje. No existe nada que odiara más que gastar dinero en comida carísima, insípida y que no te provoca bailar de felicidad. Por andar rumiando y mentando sus madres esas que no les enseñaron a cocinar con amor, ni cuenta me di de que una migaja seca, casi tan árida como la planta que había dejado morir en mi ventana, se me fue ?por el camino viejo?.  Una forma bastante patética de morir, incluso para mí. Probaré con otra hipótesis.

¿Qué tal si mi descenso a la inmaterialidad se concretó esa noche en la que olvidé rellenar con croquetas el plato de los gatos? Estas criaturas hermosas, pero endemoniadas como ellas solas, estarían más que decididas a tomar venganza si eso alguna vez pasaba. Podrían haber masticado los dedos de mis pies hasta que se llevaran mi alma entre los bigotes. Lo cierto es que ya lo habían intentado hacer alguna vez, pero yo los espanté a punta de patadas y rociadas con un spray quesque relajante que encontré en la San Pablo.

Podría ser también que mi destino quedara sellado cuando caí dormida en una posición chueca, que terminó por dislocarme el cuello. Dormir en posturas incorrectas es peligroso; incluso caminar encorvado puede resultar nocivo, pues te arriesgas a que la mala postura se extienda desde tu cuerpo hasta tus ojos, tu mente y tu corazón, y que te dejé así, perpetuamente torcido, rígido e inflexible.

Pero, honestamente, no tenía tiempo para enmendar mi postura. Yo sólo quería cerrar los ojos. Me merecía tomar una siesta; es más, hasta merecía irme a morir un ratito después de pasar cuatrocientas horas frente a la computadora leyendo y releyendo, escribiendo y reescribiendo palabras que nadie iba a leer, que necesitaban ser publicadas para hacer bulto y atraer visitas al sitio web.  No, creo que eso no fue lo que me pasó. Pero estuvo cerca, y más de una vez.

Creo que ya recordé qué pudo haber sucedido.

Tal vez he muerto de tristeza. ¿Alguien puede morir tras inundarse el cerebro con puros mocos de melancolía? Creo que es una exageración, aunque no se me ocurren más opciones. Eso sí, estoy segura de que no sucedió de un día a otro; más bien fue un proceso gradual.

La primera señal de que algo estaba mal fue en una fiesta, fue entonces cuando mi mano atravesó inexplicablemente un vaso rojo de cóctel. No fue una ilusión óptica y mucho menos fue un delirio de borrachera; lo intenté tomar una, dos y tres veces, y mi mano seguía pasando a través de él. O tal vez era el vaso el que atravesaba mi mano. Como sea, decidí que era mejor irme a casa. Me sentía triste y prefería ir a comer. Tal vez sólo tenía hambre, porque ese sentimiento desapareció poco después. Esa noche sí pude tomar entre mis manos un tarro con agua de horchata.

Pero los días pasaron, y me di cuenta de que las personas con las que solía compartir galletas, sorbos de té sin azúcar (que siempre me rechazaban) y papas de carrito ahora vivían detrás de un espejo, de una pecera de gelatina, en una pantalla de luces. Ya no estaban aquí. Las veía a lo lejos, como si los fantasmas fueran ellos y no yo, así que ya no podíamos escucharnos. Al menos no como antes.

Así que continúe con la fantasmificación: el primer paso fue desmoronarme, gajo por gajo, hasta que me convertí en migajas. Peores que las de ese pan de muerto, porque hasta viscosas estaban. Eventualmente (y después de un buen rato) me transformé en puro aire, gas y ectoplasma, que esa es la materia en la que se convierte la tristeza cuando se le deja aguadar hasta el fondo del refrigerador, junto a la sopa del día anterior y detrás de la leche cortada.