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Es sólo una mujer más

Humberto Cruz Arteaga
2023 Noviembre 21
Allí estaban los cuerpos llenos de moscas desveladas por un olor a muerte y por el polvo amarillento alborotado por mis botas. El olor despellejado por las piedras recién nacidas rodeaba el camino como si le tuviera miedo. Amanecía. Las primeras luces apenas dejaban ver los detalles escondidos por las sombras empeñadas en dormir un poco más. No eran los primeros cuerpos encontrados en el monte. Antes los guachos encontraron otros colgados en los pinales de ?La manzanilla?. Estos nomás los tiraron como si fueran costales de basura. No sé por qué no salí corriendo. Tampoco por qué anduve de curioso. Hubiera sido fácil avisar a los policías que por esos tiempos abundaban por las rancherías. Ahora ni caso tiene arrepentirse. Ya estaba hecho bolas con la muchachita que me traje. No todos estaban muertos, como piensa la gente. Había una viva. Cuando la escuché no supe si lloraba o si rezaba para terminar de morirse. Si hubiera dejado las cosas como estaban, yo no estaría con el Jesús en la boca, pero abrí el costal y la miré allí dentro, engarruñada como un pajarito lleno de miedo y de huesos, asomándose por debajo de su piel. Me la traje hasta la casa como si fuera un tercio de leña. Apenas pesaban la carne embarrada a los recuerdos que le quedaban. Estoy seguro, nadie nos miró. A esas horas de la madrugada pocos estaban de pie y no caminaban por donde yo lo hacía. Ni las viejas de mis vecinas. Esas no despertaban con las primeras luces; se levantaban a tirar sus miaos hasta la primera campanada. Eso me tiene tranquilo. También pensé avisar a los guachos. Explicarles cómo habían pasado las cosas, pero de tanto pensarlo se me fueron los días y ya no podía, no podía explicarles que me había acostumbrado a la manera como me seguían sus ojos: a veces llenos de esperanza, en otras, nublados por el miedo. Seguro me acusarían de tenerla a la fuerza. Al final pensé primero en su salud, cuidarla, salvarla de morir por los golpes y el hambre enterrada entre sus costillas, después que Dios dijera.
  
No saben cómo la cuidé, con cuánto cuidado limpié sus heridas y el amor con el que le di de comer cuando apenas podía moverse. Las cosas se complicaron en serio cuando empezaron las preguntas. Preguntó por el lugar en donde estaba y por qué la tenía allí. Preguntó si era policía. Me pidió la llevara con las autoridades. Y se complicaron porque no podía contestar lo que ni siquiera yo sabía. Devoto como soy fui varias veces a la iglesia. Le pedí consejos a la santísima madre. Bajé todos los santos, pero ninguno de ellos quiso enseñarme el camino para salir del problema. 
  
Los rumores en el pueblo terminaron de complicar las cosas: los malos la buscaban, ofrecían buen dinero a quien dijera dónde encontrarla. Nunca supe si eran chismes o si la buscaban de verdad. Por si las dudas guardé mi lengua mal hablada y mis pensamientos bajo el manto de la virgen de los mil candados y me volví más callado. Apenas si salía. Saludaba sólo lo necesario. Y si miraba algún desconocido mejor le sacaba la vuelta. 
  
Pronto me compliqué de más, fue cuando dejé de mirar a la muchachita como niña y vi una mujer. Ya había dejado los huesos atrás, llenita era otra, bonita, sin la sombra agria de sus lágrimas. A veces hasta sonreía. Lo hizo por primera vez cuando se supo a salvo de los malos. Cuando se convenció de que no la entregaría a cambio de dinero. -No lo haré, aunque valgas mucho, -le aseguré-. Todo eso lo supo, pero también la convencí de que buscaríamos la manera de llevarla con sus padres cuando las aguas se calmaran un poco. Eso le dio confianza y también a mí. La peor tontería fue cuando se lo confesé a Miguel. Él era cura, mi amigo y confidente. Nos conocimos desde chiquillos. Él se hizo cura y yo busqué maneras de ganarme la vida hasta que me encontré el guardadito que mi difunta mujer tenía escondido en uno de los agujeros del jardín. Seguido nos echábamos unos tragos. Alguna vez lo hicimos en mi casa, pero casi siempre lo hacíamos en la de los curas que estaba a un lado de la iglesia. Fue él quien me aconsejó. -Quédate con ella, es sólo una mujer más. Sus padres desde hace meses la creen sin vida. Los malos la mataron sin matarla. Las autoridades la dan por perdida, ni siquiera saben dónde buscarla. Seguro ya no recuerdan ni su nombre. Para todo mundo es un número, una herida abierta que pronto cerrará. El único que sabe de su existencia eres tú; bueno y ahora yo. Pero conmigo tu secreto está a salvo porque es mi deber llevarme a la tumba los secretos de confesión, sobre todo los de los amigos.  Además, te hace falta mujer. Ya tienes varios años de viudo y no estás tan acabado. Todavía puedes hacerla feliz. 
  
Él fue quien me sembró la duda. Yo la convertí en algo más cierto cuando empecé a espiarla por todos lados. Entraba a su cuarto por las noches. No sé cuántas veces lo hice, perdí la cuenta. Cierto, una vez me descubrió, pero fue fácil convencerla. Estaba allí porque me despertaron sus gritos. Eso le dije y se quedó tranquila. Seguido tenía pesadillas. Se ahogaba dentro del costal mientras los desconocidos golpeaban las viejas cicatrices de su cuerpo. Desde esa noche me ofrecí a velar su descanso. A ella no le gustó la idea. Recordaba con terror hasta el más pequeño detalle: un hombre, dos, luego varios lastimando su cuerpo cada noche hasta cansarse. Prefería morir a vivir otra vez esa locura. Nunca más estaría con un hombre.  Ante semejante prohibición decidí cambiar de estrategia. No mostré mayor interés ni tampoco insistí en quedarme mientras se dormía. Pero eso no terminó con mi tentación. Aprendí a entrar en su cuarto sin apenas hacer ruido para sentarme por horas frente a su cama, sintiendo su cuerpo lleno de sobresaltos y de vida. Me escondía en la oscuridad para beber su respiración, para robar el aire de su pecho poquito a poco como si no quisiera se terminara. Allí escuchaba los latidos de su corazón rebotando en mi cabeza como si gritara, ¡es tuya, tuya! 
  
Mis ojos seguían sus pasos cuando la dejaba salir de su cuarto para ir al baño. Sólo salía para vaciar el cuerpo y bañarse. No podía dejarla volar por todos lados como si fuera una mariposa. Se lo expliqué hasta convencerla de los riesgos; sólo así estaríamos fuera de peligro. Si las chismosas de mis vecinas la vieran por el patio. Serían capaces de inventar historias disparatadas: mujer en casa, novia, amante, mujer nueva. Más tardarían en mirarla que en saberlo todo el pueblo. -Eso le dije y pienso me creyó.
  
Seguro ya se dieron cuenta; hablé como si fuéramos uno sólo, y es que así empecé a mirarla. Como si estuviéramos juntos de toda la vida. Ella no se enteró, yo era otro. Dejé de ver el costal de huesos que encontré en el monte, y descubrí a una mujer con ganas de vivir que sin saberlo llevaba escondida la muerte en cada rincón de su cuerpo. Seguro no le gustó saber cuándo empecé a mirarla distinto. Pero no dijo nada. Estaba acostumbrada a guardarse el miedo y dejar para nunca los reclamos.  
  
Pude olvidar para siempre mis ganas de tenerla, pero Miguel el cura no dejaba de preguntar por ?la mujer de la casa?. Me dijo una vez y dos. Y se burlaba, me la restregaba en los ojos. Llegó a decirme que era sólo la mitad del hombre que alguna vez conoció. Eso me retorcía las buenas intenciones de la cabeza. 
Alguna vez pensé liberarla lejos del monte donde la encontré o de plano llevarla con sus padres y entregarla; entregarme a la policía y decirles aquí está. Llegó a dejar de importarme si la perdía o me perdía.  Pero entonces volvían otras ideas, la burla de quien vivía en mi cabeza y de Miguel, que ahora quería conocerla. Quizás quedarse con ella.  Vivía una locura, sin saber cómo terminaría esta historia.
  
Un día ya no quiso salir de su cuarto. Allí comía y hacía sus necesidades. Dejó de bañarse, de importarle si era de día o de noche. Dormía y dormía sin dar señales de vida. Intenté ayudarle a salir del pozo donde había caído, pero fue inútil. -Quiero morirme, -dijo.
  
El olor a miedo y mugre se colaba por todos lados. Cerré puertas y ventanas, pero fue inútil. Llegó a la nariz de mis vecinas. Un día tocaron. Pensé dejarlas paradas hasta que se aburrieran y me dejaran en paz. Pero si no lo hacía seguro irían a buscar quien tumbara la puerta. Les abrí a tiempo. Apenas asomé y los olores golpearon su cara. Quisieron saber si estaba bien, se ofrecieron ayudarme. Agradecí su interés por mi salud. Les expliqué que estuve enfermo. -Ya pasó, -les dije-. Les aseguré que pronto mi casa estaría limpia. Se fueron renegando porque no las invité a pasar, también porque no pudieron mirar más allá de la puerta.
Desde ese día inició mi juicio. Pronto mi fortaleza terminaría por una mujer decidida a morir.  -Pronto serás libre. -Le dije. Ella apenas se movió-. Al día siguiente fui a la confesión. Miguel escuchó sin sorpresas el extravío de mis palabras; ella seguiría el camino de mi difunta esposa. La acompañaría en el rincón del jardín donde dormía años atrás. Él guardó silencio. No hubo amonestación ni penitencia.  
  
Apenas puse un pie en la casa escuché su grito, después sentí el golpe seguido de una oscuridad total. Al día siguiente, Miguel vino a buscarme. No sé si quería salvarme o salvarla, iba con un grupo de policías. Nunca encontraron mi cuerpo. Seguro Miguel sabía dónde estaba, pero guardó el secreto. Después supe, fue ella quien conquistó su libertad. La mujer a quien quería había vuelto otra vez. Ahora estamos juntos mi mujer y yo. Juntos, en el jardín donde me esperaba hacía años.