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Moisés Cancuc

Cuento de Humberto Cruz Arteaga
2023 Octubre 25
Es un asiento vacío alineado al lado opuesto del lugar donde Moisés Cancuc está sentado. Viaja en un camión destartalado que suspira por llegar a Chenalhó. Cancuc observa cómo los tornillos luchan por mantenerse en su sitio. Mira cómo se estremecen cuando el viejo transporte respinga entre los baches adornos del camino. No puede apartar su mirada de la prisión o libertad retratada en su mente, A cada salto parece que el asiento terminará por romper sus ataduras y salir victorioso. En ocasiones sus brincos son rápidos, en otros apenas se percibe su movimiento. Los pasajeros dormitan, pocos se dan cuenta de la lucha que se libra a su lado. El frío de la tarde aprieta sus cuerpos, algunos se encogen tratando de darse calor; otros se acurrucan con el compañero de al lado. Moisés Cancuc sigue atento la lucha. Apuesta porque en cualquier momento vuele por los aires. Sonríe cuando imagina el susto de sus compañeros de viaje.

Le gusta hacer ese recorrido. No se acostumbra a viajar por la carretera recién inaugurada. Prefiere la vieja brecha y recorrer rancherías conocidas. El tiempo de viaje es el doble, mas no tiene prisa. Le gusta ver la sierra y sus paisajes con barrancas infinitas como sus recuerdos. Disfruta el olor de los árboles y el aroma a tierra mojada, también saludar a viejos amigos que coinciden en la travesía.

No supo en qué momento los recuerdos de su infancia llegaron a su memoria. Es el último día de octubre; víspera del día de muertos donde festejan a niños y adultos como una sola familia. Esa noche velará en el panteón de San Juan Bautista. Allí hablará con los santos parlantes para preparar el ceremonial completo. Este año durará cuatro días. Es una fecha especial para todos. Los preparativos empezaron días antes con la cosecha de la flor de cempasúchil y el tejido multicolor de las ofrendas para sus difuntos. Piensa en sus padres asesinados. Han pasado más de treinta años y su ausencia sigue viva. Duele más cuando recuerda a sus hermanos pequeños que murieron con el corazón lleno de flores y un porqué en la mirada para el que nunca hubo respuesta. Él se salvó por su manía de escribir en todas partes. Escribía tirado en el piso cuando sonaron los primeros disparos. Nunca supo cómo empezó todo. No pudo moverse cuando escuchó los gritos. Lo creyeron muerto. Apenas vio la cicatriz en el rostro del que repartía culatazos entre los caídos, a él le rompió las costillas y su pedazo de vida.

Vuelve su vista sobre la soledad del asiento. Un nuevo rechinido le hace pensar ?por fin se ha liberado?. Algunos pasajeros despiertan. Un hombretón desconocido se incorpora mientras estira los brazos al cielo. Se acomoda el pantalón, deja ver el principio de sus nalgas y vuelve a sentarse. Parece viajar solo. Parece también el único blanco entre los pasajeros.  El hombre voltea a mirarlo mientras dibuja una especie de sonrisa en sus labios regordetes. Moisés Cancuc puede ver el hueco en su dentadura por la falta de dos dientes. Inclina su cabeza levemente, le gusta ser cortés aun con los desconocidos, después voltea a ver la enconada lucha del asiento. Allí sigue, solo, como él ha estado durante toda su vida.  

Moisés Cancuc cierra los ojos. La imagen ensangrentada de sus padres llena sus recuerdos. Junto con ella, el rostro de quien daba las órdenes. Su cicatriz en la frente era inconfundible. Respira profundamente. Algunas veces, los recuerdos son violentos y dolorosos. Cuando le abruma la pesadumbre pide consejo a los santos parlantes. Hablar con ellos le da paz, sus palabras le ayudan a encontrar la sensatez necesaria. Se hace de noche. A lo lejos, puede ver las primeras luces de Chenalhó. Apenas tendrá tiempo de tomar alimento y procurarse abrigo.

El panteón de San Juan está solo. Sabe que más tarde llegarán quienes van a velar a sus muertos. Camina entre las tumbas. Conoció a todos los que descansan en ellas. Recuerda el rostro y la voz de cada uno de los difuntos. Muchos siguen siendo amigos, lo visitan cada noche. Ellos le hablan de sus seres queridos, de su vida en la muerte y de sus últimos secretos. Al fin llega hasta la tumba de sus padres. Reza en silencio, momentos después enciende las candelas preparadas. Ahora llegan las palabras para el dios cristiano, después para la luna, el sol y la tierra. Su voz se vuelve canto sagrado. Se mezclan los gritos y la paz de las tumbas se vuelve polvo, viento, luego nada. El éxtasis llega y con él la comunión para guiar el regreso de quienes vuelven de la noche eterna. Se encienden otras luces, candelas y veladoras multiplican las sombras amenazantes. Las voces en su cabeza danzan enloquecidas, otras veces le ha pasado. Todos buscan ser los primeros en hablar con él. Él es el responsable de darles orden, de hacerles saber que serán escuchados.  

Es la medianoche. Las voces caminan hasta encontrarse. Se abre el camino de regreso. Los abrazos esperan, el pan, el vino y los platillos favoritos están servidos. Todos se acercan para tocarlo, le abrazan y miran sus labios. Es la comunión entre la vida y la muerte. El intermediario entre lo fugaz y lo eterno que esa noche se hace presente. Todos escuchan en él la voz del ser querido. Esa noche llegan para contar nuevas anécdotas; otros caminan en silencio sin aceptar su partida. El dolor es grande como la cicatriz de quien mató a su familia. Entonces Moisés Cancuc camina con ellos, oran juntos. Canta con ellos hasta volverles la luz y la sonrisa, y ellos regresan desandando el camino perdido. Cancuc sonríe. Ese trabajo lo aprendió de sus abuelos y de su soledad. Es el camino para mirar a sus padres y hermanos perdidos.

La noche camina lenta. Pronto llegarán otros me santo para llevar su cuerpo hasta el atrio del templo. Lo enredarán con la cuerda atada a las tres cruces que allí han puesto y al campanario para llamar a muertos. Ellos se harán cargo de cuidarlo y alimentarlo, de limpiar su espíritu. Entonces terminará el misticismo. Él abrirá los ojos en el corazón de la fiesta y por primera vez en muchos años verá a su familia reunida. Se los ha prometido. Los otros cabalgarán con sus difuntos. Tomarán su posh. Platicarán de su vida y de su muerte. En tanto, se queda solo en el cementerio. Encamina los muertos viejos y a quienes están perdidos.

Espera.

Moisés Cancuc abre los ojos. No hay algarabía ni rezos, sólo silencio. El rumor de los pasos recorre un lugar desconocido. Cierra sus ojos, se pregunta por el frío de su cuerpo desnudo, por el dolor de sus pies, por sus manos atadas. Por las caricias que recorren su cuerpo y besan sus labios. ¿Serán sus padres? Abre sus ojos. La cicatriz de sus pesadillas está de regreso.

Allá a lo lejos, el cementerio adorna el silencio. Mientras, en la barranca siguen buscando cuerpos.  

Su soledad ha terminado?