Súbito

Bruno Mureddu

El enamoramiento de dos chicos y una dificultad súbita.

“Los domingos existían después de las once, ya contigo a las siete.”

Bajé la barra. Distinguí tus piernas. Tus rodilleras. Salí del gimnasio. El aguacero pateaba los árboles, los edificios, las calles. Los carros atracaban enfrente. Por segundos. Desfilaban, pero nadie vendría por nosotros.

Dos horas. Tú, al otro lado del voladizo. Sin miradas. Sin sonidos. Nos estábamos conociendo. El cosquilleo del agua. Quería juntarnos. De la lluvia sólo quedaron las goteras. Nos salpicaban. Me tensé y no sucedió. Huí.

El día siguiente. Me fortaleció la rutina. Sonreíste a mi pregunta. Sugeriste tu partido del domingo. Los domingos existían después de las once, ya contigo a las siete. De niño no jugué al voleibol. Te sentaba natural. Se trataba de tu salto. Cómo golpeabas el balón. Ganaron. Dijiste que sí querías ser mi novio.

Juntos. En el gimnasio. Ajustaste mis vendas. Me advertías del peso, de las máquinas, de las rodillas.

Un domingo más. Perdieron. Encontré un parque. Entrenabas para la final. Los faros iluminaban y te detenías. Tus piernas fibrosas. Listas. El último juego. El último saque. Caíste mal. Un doctor, luego dos. La noticia. Una anestesióloga. De chico nunca entré a un hospital. Me rasguñó su fama. En la habitación. Tu miedo deambulaba, conmigo. Mi garganta se acurrucó. Estaba sediento. Tres horas sin agua. El murmullo de las ruedas de la camilla. Tendrías que usar férula.

Lavaba cerca de las heridas. Tus ojos cerrados. Los ligamentos reconstruyéndose. Tú en cama. Yo encerrado en el baño. Entendí a la gente que impide que la vean llorar. Muletas. Me acostumbré a su tactac. Tactac y apretabas con los puños. Recetaron caminadora, bicicleta y no más torneos. Pensé en comprarte la medalla. Era tuya. Sin embargo, espero. Llegará la oportunidad. Tu revancha.

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