Pétalos

Jonathan Pérez Juárez

Al fundirme con todos los cuerpos me volví pétalo en un campo de flores iridiscentes, marchando hacia el sol.

“Pétalos” relata el viaje emocional del protagonista para sanar una infección de VPH, el ghosting de su exnovio, y la discriminación homofóbica que atraviesa viviendo en Tijuana.

La podofilina que me recetaron fue bálsamo comparado con tu silencio corrosivo.

Pedí permiso en el Oxxo donde trabajaba para venir a un “chequeo general”. En la eternidad que duré en la sala de espera me costó dejar de masticar mi cabello, atado en una cola de caballo. Un cigarro, hubiera matado por un cigarro en ese momento. En el consultorio de la Clínica 27 del IMSS me recibió un octogenario con lentes de botella. En el cuarto tronaba un ventilador casi tan viejo como él. La capa de pintura color verde se aferraba a la pared descarapelada. Quise tomar asiento en una de las sillas frente al escritorio, pero con un gesto me condujo hasta la parte de atrás de la cortina azul.

—Muéstrame —dijo el doctor, así que me bajé los pantalones y él se acercó con una lupa a mi entrepierna—. Mira, muchacho. Una de las formas más eficaces de detener la expansión de las verrugas es por medio de este ácido que funciona como toxina tópica. Si quieres una cita para una operación tardaría, ¿qué? ¿Un año? Esto es lo más rápido que tenemos.

Volteé a ver hacia las sillas. En una dejé mi mochila, en la otra no había nadie que me acompañara. ¿Por eso el ghosting, porque no tenías forma de decirme que te infectaste de VPH? ¿O no era lo suficientemente importante para que siguieras hablando conmigo.

—¿Dolerá? —el doctor asintió.

—Tienes tres verrugas, una al inicio del pene y otras dos en el pubis. En cada zona deberás aplicar podofilina con el hisopo que trae el pomito, y dejarlo alrededor de unas tres horas, una vez por semana por cuatro semanas. Si no mejora, tendrás que seguir aplicando. El líquido te enrojecerá la piel, te dará picazón, posible sangrado. Hay casos en que algunos pacientes no lo soportan, llegan a tener dolores de cabeza, náuseas y hasta vómitos.

—Entonces… con mayor razón démelo.

Percibí un semblante de alivio en su cara cuando me entregó la receta para que ya me fuera, como si temiera que por mi sola presencia y tacto pudiera llenarse de verrugas.

Salí del consultorio y bajé a la farmacia de la clínica. Una vez en la calle me detuve frente a una bugambilia cuyas enredaderas se tragaban un teléfono público obsoleto. Tomé el fucsia de sus pétalos como un insulto.

Saqué mi teléfono y entré a la conversación de “Agustín Ex” para verificar si tan siquiera me dejaste en visto. Y en efecto, aparecían las dos palomitas de WhatsApp en azul. Sólo que un detalle me encendió la sangre: Ya no puedes responder a esta conversación.

Qué más daba si esto ardía. Al igual que la pared del consultorio, yo también deseaba mudar de piel.

 

* * *

—¿Este qué tal? —me preguntó mi amiga Violeta sosteniendo su celular frente a mi cara un día que hicimos una peda en mi casa.

—Es otro idiota que pone ‘masc for masc’. Paso.

—¿Y este?

—Amix, no tienes que buscarme vato, en serio.

—No descargué Tinder por nada, tú sabes cómo tratan a las chicas trans en estas apps, al menos haz que valga la pena. Ya no quiero verte andar de chilletas por un güey que ya ni te hace.

Esa noche se quedó a dormir, pero a la mañana siguiente que desperté ya se había ido, y al igual que lo hizo otras veces, se llevó consigo todos mis blunts de marihuana. Y no es que ella fume, para nada, sino que no aprueba la nueva manía que adopté una vez que nos dejamos de ver.

¿Te acuerdas de la primera vez que fui a tu depa? Me quedé hipnotizado por las macetas que adornaban tu balcón, donde se veía gran parte de Tijuana desde las alturas del edificio. Las hojas verdes de las plantas de marihuana se desparramaban más allá de las macetas que las contenían, les hacían sombra a otras plantitas que lucían a un suspiro de marchitarse.

—Fuma. —me extendiste un cigarro de marihuana. Negué con la cabeza, intimidado por tus ojos que rodeaste molesto. Eran del mismo tono esmeralda que el de tu jardín.

—No me habías dicho que vivías solo.

—Sí. —me aguanté la tos todo lo que pude cuando exhalaste el humo.

—¿Y tus papás?

—Mi mamá creo que en Los Ángeles, sin mandarme lo de la renta aún. Y el imbécil que tengo por padre de seguro con su nueva sugar baby en El Cairo. ¿Y los tuyos? —el tono filoso de esa pregunta me puso en guardia.

—En el centro del país, yo sí te dije que vivía por mi cuenta —no te conté una mentira, sino que era mucho más fácil dar una verdad a medias. No estaba listo para decirte que mi papá me había corrido a los quince años por descubrir que tenía mi primera relación con un hombre, o que mi mamá sólo bajó el rostro cuando llegué a la casa luego de mi turno en el Oxxo, y hallé mis cosas tiradas en la calle.

—¿Entonces a dónde iremos? —sigo sin saber cuál era el chiste de mi pregunta, pues no dejaste de verme con una sonrisa socarrona. Te sentaste en tu cama mientras yo sólo atiné a hundirme en un puff, el único sitio además de la cama donde sentarse en la habitación. El silencio era tan denso como el humo vaporoso de tu cigarro. Qué estafa, me había puesto mis mejores trapos para pasarla junto a un marihuano que conocí en Internet. Eso pensé hasta que te paraste, buscaste algo en un cajón, cerraste las cortinas y regresaste hasta donde yo estaba. Mis ojos quedaron a la altura de tu entrepierna.

—¿Traes hambre? —no dije nada, tomé el pastelito de chocolate que me diste, y le di varias mordidas. Al cabo de una media hora mis mejores trapos ya estaban en el suelo, al pie de tu cama, y la habitación llena de humo.

 

* * *

El ácido funcionó, pero, ¿a qué costo? Costras que dejaron más cicatrices que resultados. De los tres recuerdos encarnados sólo pude librarme de uno. Casi puedo oírte en mi camino a un urólogo privado, por el que tuve que ahorrar varias quincenas de mi sueldo. No es para tanto, dirías con esa sonrisa que revelaba el hoyuelo en el que caí como tonto, para después ignorarme. Créeme que no me hubiera molestado, iríamos de la mano hacia el médico. Como si fuera una comedia romántica. Pero no lo era y mi mano estaba enterrada en mis bolsillos.

¿En realidad no me hubiera molestado? A la mierda que sí. El papiloma significaba que veías a otros chicos, que rompiste el acuerdo tácito de exclusividad, que pusiste mi salud en riesgo. Bueno… pusimos, ya que la última vez decidí tirar el condón. En su momento no me extrañó que quisieras hacerlo con la luz apagada. Me sentí como el meme de la princesa Fiona: Yo sí borré Grindr por ti, Shrek.

Por eso intentaba sacarte de mí, si bien no podía de la mente, sí de mi cuerpo. La criocirugía me pareció la segunda opción más adecuada. Necesitaba cristalizar mi resentimiento.

Tú y el nitrógeno líquido no son tan diferentes de lo que se podría pensar. En el estado que alcanza, uno puede congelarse los dedos sólo de tocarlo, pero su verdadera naturaleza es la de evaporarse. El nuevo doctor, más joven que el anterior y calvo, me explica que, al contrario del tratamiento anterior, este erradica las células que se vieron afectadas al congelar el tejido, permitiendo así la regeneración. Para ello disponía de una botella de gas de nitrógeno comprimido metálica con una criosonda por la que sale el químico y restaura la piel.

—Puede que el frío sea tan intenso como una flama —me advirtió una vez que me acosté en la camilla—. Es normal, si te duele dime y paramos.

Activó la herramienta, me provocó un cosquilleo y una risa inesperada. En mi posición vertical pude ver cómo le contagié mi humor al doctor, quien siguió con su trabajo. Cerré los ojos concentrándome en el olor a hielo seco, y dejé que sobre mis genitales nevara todo lo que tuviera que nevar.

—Vamos a parar un momento para ver si se descongelan y seguimos.

—Está bien.

—¿Por qué te reías hace rato? —me encogí de hombros viendo al techo. Aquí las tejas no estaban a punto de caerse.

—¿Por qué no? —sonrió. No se le hacía ningún hoyuelo. Se acercó a las verrugas frunciendo las cejas.

—Vas a necesitar otro tratamiento. Deja te paso el contacto.

 

* * *

Aún recuerdo una de nuestras últimas citas. Era junio y habíamos ido a ese café caro que tanto te gustaba en la Zona Centro. Nunca me gustaron esas citas, la verdad. Siempre te reclamaba que sólo me buscabas para tener sexo, cambiaste de estrategia y para agregarle variedad, hacíamos cosas de novios de verdad. Pero yo ya sabía que tus invitaciones de ‘ir a tomar un café’ terminaban en un Motel o en tu departamento, del que yo tenía que tomar dos transportes porque, aun teniendo auto, no eras capaz de llevarme a mi casa en la Zona Este.

Mientras tomabas tu matcha y yo sólo agua, porque era para lo que me alcanzaba, pasó el contingente del Pride.

 

—¿Para qué se exponen así?

—¿Así cómo? —tuve que levantar la voz sobre los gritos de fiesta y lucha para que me alcanzaras a escuchar. Me volteaste a ver con esos ojos verdes que irradiaban confusión y disgusto. ¿Acaso no veía cómo iban en pelotas, con arneses y cabellos color vómito intentando emular el arcoíris? Eso era lo que tu mirada parecía sugerir.

—Por eso les gritan cosas en la calle. Yo no entiendo por qué marchar. ¿Qué no se supone que el matrimonio igualitario ya es una realidad en todo México? ¿Qué más quieren? Duh.

—Bueno, quizá eso no sea suficiente, quizá…

Como estábamos en la parte exterior del café, aprovechaste para vapear. Preferí cambiar la conversación y volteé a ver la marcha. No te voy a mentir, lo que te dije tenía la intención de causarte celos.

—Esos osos de allá que van con cuero se ven lindos.

—A mí me gustan los hombres que son hombres.

Antes que contrariarte preferí beber de mi vaso de agua. Pagamos cada quien nuestros consumos y nos fuimos directo al motel.

Fue por ese comentario que me guardé lo que pasó después ese día. ¿Para qué contarte que tras bajar de la combi, mientras caminaba en la noche de regreso al cuarto de la vecindad donde vivía, un carro me siguió por las calles de mi colonia? ¿Cuál era el punto de relatarte que los tipos del carro me alcanzaron, que por mi cabello largo me dijeron ‘preciosa’, pero que al voltear se horrorizaron, me aventaron una cerveza abierta que me golpeó la rodilla, y se alejaron gritando ‘puto’? Lo más gracioso es que eso no fue lo que más me dolió de aquel día.

“Ya llegué a mi casa, ¿y tú?”. Sólo mandaste un emoji de pulgar hacia arriba.

El siguiente mensaje llegó casi una semana después. Me invitabas a otro café. Dije que sí.

 

* * *

La respuesta era la luz. Ni siquiera los -196 °C del nitrógeno fueron suficientes para helar al último condiloma. Según el último cirujano, la terapia láser sería capaz de eliminar a la sobreviviente, la que tenía más volumen. Me extendió una tarjeta con la dirección y el número de una ginecóloga, ella tenía esa máquina especial que me ayudaría a terminar con esto. Usaría una vaporización con láser de CO2, esta emite un haz de luz a 15 watts de potencia que generaría una nueva capa de piel, cicatrizando la anterior al mismo tiempo.

No te lo voy a negar. Por espacio de un mes me pasé jugueteando con la tarjeta de presentación entre los dedos durante los descansos en mi trabajo, sin animarme a hacer la llamada. Qué estúpido que sea así, ya sé, pero de alguna forma me era difícil deshacerme del único vestigio que me dejaste. Al retirarme este pedazo de carne ya no habrá nada en mí que lleve tu nombre. Pero he investigado suficiente del VPH, si no eras tú iba a ser cualquier otro. Además, no existirá procedimiento que te exprima de mi sangre.

Una vez en la sala de espera de la ginecóloga me entretuve viendo las calles del Centro. Mi amiga Violeta me invitó a la marcha del Pride que debería estar pasando frente al consultorio pronto. Decliné su invitación sin saber muy bien por qué.

Me llamaron la atención las margaritas dispuestas en un jarrón sobre una mesita frente a mí. Para distraerme tomé una. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere… Por un segundo así sentí mi cuerpo, con los pétalos desgajados para librarme de tu recuerdo.

Mi celular vibró al iluminar la pantalla, en la que se leía “Agustín Ex”. En mi estómago burbujeó la adrenalina.

—Hey, ¿qué onda? ¿Dónde estás? ¿Quieres ir por un café para… ya sabes… hablar las cosas?

—Adelante —la doctora ya me esperaba. Sin saber qué hacer decidí dejarlo al azar. Tomé la flor y seguí con los pétalos restantes.

Voy contigo.

—¿Andas ahí?

No voy contigo.

—Oiga, ¿sí va a pasar?

Voy contigo.

—Si no quieres no, ¿eh?

No. No voy contigo. Estaba listo para que se dividieran las células.

—Jódete. —colgué— Ya voy, doctora.

Al salir del consultorio, la marcha estaba en su apogeo. Tambores, matracas, gritos, bocinas, perreo, vogue, múltiples cuerpos y voces bailando. Estaba a punto de sacar el último cigarro de mi cajetilla cuando alguien me empujó.

—¡Güey, sí viniste! —era Violeta, llevaba medias de red, shorts de mezclilla azules, un top rosa y el cabello atado con un lazo blanco.

—Creo que… creo que ya me voy a mi casa.

—¿Cuál casa? ¡Vente! —me extendió su mano, más que sonriente. Entre tanta euforia y felicidad, comprendí que ese instante era el hogar que necesitaba. Deshice mi cola de caballo y tomé su mano. Fue en ese traqueteo cuando mi último cigarro terminó en el suelo pisado por la muchedumbre.

Al fundirme con todos los cuerpos me volví pétalo en un campo de flores iridiscentes, marchando hacia el sol.

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