En el marco de el 8M “Día internacional de la mujer” las alumnas y ex alumnas del Diplomado en Escritura Creativa y Crítica Literaria de la Escuela de Escritura de la UNAM comparten su visión sobre la violencia y los retos a los que se enfrentan las mujeres en su vida cotidiana.
Te invitamos a leer juntas, juntos, juntes y reflexionar acerca de esta fecha.
La primera vez que me nombré feminista tenía quince años. Alguna tarde mientras navegaba por internet buscando toda la información que pudiera encontrar sobre la vida y obra de Sylvia Plath –como hacía con mi tiempo libre en ese entonces– caí en cuenta de que diferentes fuentes la nombraban como una autora feminista que había plasmado y cuestionado las marcas y estereotipos de género en la literatura de los años 50 y 60. Esto evidenciado en fragmentos como los de su novela La campana de cristal, en donde el personaje de Esther Greenwood –en medio de lo que parece la antesala de una crisis depresiva mayor– describe una creciente sensación de hambre cuando se imagina
[…] a [s]í misma sentada en la bifurcación de [un] árbol de higos, muriéndo[s]e de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras [ella] estaba allí sentada, incapaz de decidir[s]e, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a [sus] pies. (p. 126)
Esos higos representaban la vida como autora, la vida en pareja, la maternidad, la autonomía, la soltería, su inhabilidad de comerlos todos.
Así como Esther, mi yo de quince años ya se sentía fragmentada entre todo aquello que deseaba ser, todo lo que mi familia esperaba de mí por haber sido nombrada mujer y todo el anhelo que el mundo me robaba de a poco. No me queda claro si Sylvia Plath se nombraba a sí misma como feminista o si es un adjetivo que comenzaron a colocarle sus lectoras después de su trágica muerte. Pero sé que esa ruptura dentro de mí no era culpa mía, sino del sistema en el que había sido inscrita.
Hasta ese punto mi misoginia internalizada y la desinformación en redes me había llevado a creer que “feminismo” era una palabra sucia, cargada en alto por mujeres que odiaban a los hombres, que resentían a sus madres, mujeres hartas del mundo. Han pasado diez años del momento en que empecé a ver más allá de mis prejuicios para darme cuenta que yo estaba tan harta como ellas, igual de asustada, enojada con justa razón porque no se debe vivir en el mundo en el que vivimos. Han pasado diez años desde el momento en el que comencé a vestir la insignia feminista, misma que no sé si me sigue quedando.
De diez años a la fecha me he convertido –a regañadientes– en adulta y el feminismo se ha convertido –para bien o para mal– en un discurso más presente a nuestro alrededor y en una bandera abrazada cada día por más personas. Esto último ha dado lugar a una tergiversación de algunas causas antipatriarcales y a la mercantilización del movimiento. Porque tengo más dudas que respuestas y porque sé –por lo menos– lo que no quiero de esta lucha, redacto este texto desde los antimandamientos.
Todo movimiento social implica al cuerpo y a la experiencia personal, es así que escribo desde mi propia historia con el feminismo. Pienso estos antimandamientos como conceptos que ya no caben en mi lucha. Escribo esto sabiendo que no soy la voz de este movimiento, pero deseando más de los espacios que compartimos, porque no puedo quedarme viendo al árbol de higo con sus frutos maduros que de a poco se pudren a mis pies. Escribo esto, en busca de un feminismo que vaya más allá de aquel con el que me encontré y con el que tantas nos hemos identificado o no; escribo esto en busca de mí misma dentro de un feminismo que alguna vez se sintió como hogar, pero hoy siento ajeno.
1. El feminismo no lo cura todo
Cuando comencé a accionar dentro del movimiento era más joven y aún creía que mi vida se solucionaría con pequeños cambios: salir de la prepa, independizarme, darle la contra a todo discurso misógino que se cruzara en mi camino. No hace falta decir que mi vida no se arregló siendo feminista.
A los quince años me nombré feminista porque necesitaba un cambio, necesitaba herramientas para defenderme de los hombres que me violentaban, necesitaba poder nombrar las acciones que me incomodaban, saber qué era el hostigamiento y el acoso, por qué estaba mal que mis compañeros me interrumpieran y hablaran por encima mío. Necesitaba entender el por qué del mundo que me rodeaba y me hacía sentir insegura y desprotegida.
Pero nombrarme desde el feminismo y leer teoría o saber defender mi postura sobre el aborto y la brecha salarial no era suficiente. Moverme por la vida desde una postura reaccionaria no mostraba el cambio que esperaba. Y el acercamiento egalitario del feminismo blanco al que primero me llevaron mis lecturas, en donde una de las metas últimas era colocar a la mujer al nivel del hombre, simplemente me dejaba intranquila. Feminismo no hay uno sólo y habré de recapitular esto en un instante, pero si algo me quedó claro –finalmente por allá de mis diecinueve años– fue que nombrarme feminista no era el fin, sino el medio, un medio más opaco que cristalino.
2. Feminismo no es odiar al padre
En el 2013, cuando primero me nombré feminista, tenía una relación difícil, por no decir tormentosa con mi padre, a quien adoraba por haber celebrado mi amor por las artes, pero detestaba por haberse ido de la casa familiar, y con ello, haber colocado encima mío una gran responsabilidad como compañera de mi madre en su lugar. Con el tiempo él habría de volver, pero la distancia se mantendría: la desconfianza, el miedo al abandono permanecerían entre nosotrxs. Con ello, nuestra relación no sería la misma en los años que la seguirían. Así, nos desconocimos y creció entre ambxs una hostilidad que dio paso a redes de manipulación que culminarían en el 2016, a mis dieciocho años, en un episodio de violencia que no articularé demasiado. Mi padre comprendió entonces que más allá de pedirme perdón de rodillas, necesitaba distanciarse y cambiar para –quizás eventualmente– volver a mí. Y así lo hizo.
No condonaré su violencia ni la de ningún hombre, pero lo que mi padre –y algunos otros– me enseñó con el tiempo, el espacio y la asimilación de su responsabilidad es que las personas –incluso los varones– tienen la posibilidad de cambiar. Hoy entiendo que mi padre actuó desde su inhabilidad de conectar con sus emociones y a partir de cómo le enseñaron a enfrentarse al conflicto. Con esto no sugiero que toda sobreviviente perdone a quien la agredió y vuelva a tenerle cerca suyo, sino propongo que, si está en nuestras posibilidades, tratemos de pensar también desde dónde viene la violencia que nos rodea. No es nuestra responsabilidad cambiar a ningún hombre, y no está mal habitar el enojo, sólo quiero decir que también es posible vivir desde el perdón si es que así lo decidimos, y si es que las personas trabajan por obtenerlo.
3. Feminismo no es resentir a la madre
Así como con mi padre hubo distancia, con mi madre hubo demasiada cercanía. Nos sostuvimos la una a la otra cuando la casa comenzó a vaciarse. Me volví su confidente, pero no hace falta decir que una relación en donde la madre depende de la hija para soltar todo el dolor hacia su pareja, que también es el padre de la segunda, no es del todo sana. Mi madre me usó como recipiente de sus malestares y me sostuvo con tanta fuerza que comencé a resentirla por no dejar de esperar que mi padre volviera, por no ser más resiliente, por no ser menos sumisa. Hasta muy recientemente, y me refiero a hace unos meses, pude reconocer que dentro de mí se fundó un sentimiento de matrofobia que, según Lynne Sukenick, “no es sólo el miedo a la propia madre, sino a convertirse en la madre… es la escisión femenina del yo, el deseo de expiar de una vez la esclavitud de nuestras madres… una víctima, mártir”. El enojo hacia mi madre me cegó para entender de dónde venía el sentimiento.
Sé de muchxs compañerxs que hoy siguen trabajando el resentimiento hacia sus madres y figuras maternas, tratando de enorgullecerse de las genealogías que lxs preceden: yo soy una de ellas. Quiero reconstruir mi relación con mi madre desde otro lugar porque creo que la lucha feminista no va de romper con el pasado de nuestras ancestras, sino de cuestionarlo, comprenderlo y rescatarlo. Ya no deseo desconocer mi historia. Sé que de mi madre habré de rescatar la ternura y la calidez, ya no desde la imposición del rol femenino, sino desde mi deseo genuino por hacer familia.
4. El feminismo no es uno sólo
Comencé a ser más activa dentro del movimiento cuando ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM a los diecinueve años. Fue ahí que comprendí –más allá de lo que decía la teoría– que el feminismo cuenta con diferentes ramas y no todas ellas se acompañan por igual. En mi primer año en la universidad se vivió el primer paro feminista de la facultad, un espacio separatista en donde algunas compañeras lideraron círculos de habla y escucha. Ese día fue la primera vez que una chica trató de adentrarme en el feminismo radical.
En ese momento –conmigo vulnerable por la violencia que vivía en la universidad y la que acababa de escapar en casa– me hicieron creer que las bases del radicalismo iban de volver a la raíz de la lucha feminista, de enfocarse en los problemas de base que nos abnegaban en el patriarcado. Poco a poco me fueron haciendo llegar textos de teoría radical y comenzaron a invitarme a espacios en donde reflexionar sobre los mismos. Las seguí en redes sociales y ellas me siguieron de vuelta: se volvieron mi red y yo sabía, por entre todo, que no quería volver a estar sola. No pasó demasiado tiempo antes de que trataran de explicarme por qué las personas trans no tenían cabida en nuestra lucha, antes de quererme convencer que, como escribió Janice G. Raymond las personas trans –particularmente las mujeres– “viola[ba]n el cuerpo de la mujer al reducir la verdadera forma femenina a un mero artefacto”. Raymond, la misma que, tiempo después me enteraría, trabajó con la administración de Ronald Reagan para evitar que las personas trans accedieran a derechos humanos básicos.
Las mujeres trans, decían mis entonces compañeras, nos robaban los pocos espacios con los que contábamos, entonces no había problema si se les malgenerizaba, si se les hostigaba, si se les veía como ajenas. Sustentadas desde la supuesta autodefensa, mis compañeras reforzaban políticas de odio típicas de las instituciones que tanto criticaban: desde las noticias falsas y el amarillismo construyeron una red paternalista y violenta que –eventualmente me di cuenta– proyectaba la violencia machista a otros grupos vulnerados.
Me tomaría tiempo darme cuenta de que el terfismo refuerza la violencia y el discurso de odio hacia las personas trans. Me tomaría tiempo alejarme de las que se habían vuelto mi red dentro del feminismo. Me tomaría tiempo reconocer que el feminismo no era un lugar idílico ni unificado, sino un movimiento diverso y lleno de prácticas repudiables; lleno de personas capaces de muchísima crueldad hacia quienes conciben como lxs otrxs no dignxs de ser lx sujeto del feminismo. Hoy reconozco el rol que tuve en perpetuar una postura anti derechos y trabajo todos los días por ser mejor de lo que fui. Nunca más sin lxs trans.
5. El motivo último del feminismo no está en un hilo de Twitter
Durante mucho tiempo mi manera preferida de accionar ante la hostilidad del patriarcado en el día a día era a partir de las redes sociales, específicamente desde Twitter. Me convertí en una usuaria voraz que reaccionaba a todo, desde los modos machistas de alguna celebridad hasta la legalización del aborto en algún estado de la república. Fue ahí que hice comunidad y conocí a muchas personas que me siguen acompañando en mi lucha, pero fue también ahí donde día con día me descoloqué por los esencialismos, por la violencia y las formas exclusivistas de figuras bien conocidas y con gran cantidad de seguidores dentro de los círculos feministas en la red.
Las dinámicas en Twitter no sólo son hostiles, sino que también tienden a caer en formas de apropiación de discursos cuando posturas ya expuestas por otras creadoras –particularmente creadoras racializadas que cuentan con menor audiencia– son expropiados por las grandes cuentas de feministas blancas que se han colocado como las abanderadas en el asunto, sin dar ningún crédito a quienes primero lo pensaron.
Entiendo la importancia de espacios de diálogo como Twitter y de la democratización de la teoría feminista en las redes sociales, pero también comprende que los espacios digitales no siempre ofrecen un lugar seguro; no sólo por los trolls, sino también por las personas de nuestro mismo bando que replican prácticas de marginalización y violencia como el doxxing, hostigamiento, acoso, slut-shaming y edadismo. Lamentablemente yo perdí más de lo que gané en ese espacio y opté por abandonarlo. Sé que mucha conversación se hace en Twitter y sé que mucho de lo que se discute ahí tiene un peso que puede transformarme en y validar políticas públicas discriminatorias, pero sé también que mi salud mental va antes que cualquier pelea en el ciberespacio, y que otras formas de dialogar el feminismo son urgentes.
6. El feminismo no es un hashtag
De unos diez años a la fecha se ha expiado la mala fama del movimiento, pero esto con su respectivo costo. Sí, muchas más mujeres hoy se nombran feministas y usan la etiqueta con orgullo, pero, al mismo tiempo, el movimiento ha sido cooptado por empresas y se ha vuelto un adjetivo que intenta curar la carga negativa de cualquier objeto. Hoy hay marcas de maquillaje que venden sus productos desde el “empoderamiento femenino” porque tienen a una mujer como cara de la compañía cuando el resto de la junta directiva consiste de hombres, hay porno feminista creado por productoras y sitios web con casi tan poca transparencia como Pornhub, y playeras que imprimen “#feminista” al centro y con grandes letras, como una declaración a los cuatro vientos, al mismo tiempo que quienes confeccionan la prenda ganan menos del salario mínimo en horarios inhumanos dentro de fábricas sin ventanas en edificios al bordo del colapso.
El capitalismo depende de la explotación laboral anclada en una discriminación sistémica a las mujeres y demás personas marginalizadas, ahí se entrecruzan elementos de clase y raza que nos dejan claro que así como una CEO rica no se enfrentará nunca a la vida cotidiana de una trabajadora de maquilas, ninguna de nuestras acciones estará fuera del sistema patriarcal o capitalista sin que éste caiga primero. Eso no significa que no podamos cuestionar nuestros hábitos de consumo e incluso rehusarnos a apoyar a las grandes compañías a las que siempre les convendrá que el movimiento sea crítico hasta cierto punto y caiga siempre dentro de ciertos lineamientos: si a ellxs les es más cómoda una subversión controlada y capitalizable, a nosotrxs nos tocará leer entrelíneas.
7. El feminismo no celebrará la disparidad
No, el feminismo no es un hashtag ni un adjetivo que signifique también ético ni sustentable; a mí me tomó un tiempo comprenderlo. El feminismo es diverso, pero también es poco subversivo si se aleja de la interseccionalidad.
Como concibe Kimberlé Williams Crenshaw, la interseccionalidad funge como un referente analítico que permite “lidiar con el hecho de que muchas de las problemáticas e injusticias sociales, como el racismo y el sexismo, frecuentemente se intersecan, lo que da lugar a múltiples niveles de injusticia social”. Por medio del análisis interseccional queda claro que no será igual la violencia de género que vive una mujer en el centro a una que habita la periferia, una mujer blanca a otra racializada, una mujer cis a una mujer trans.
El problema es que algunos de los motivos del movimiento se han tergiversado y hemos entrado a una nueva era en donde pareciera haber una estética feminista sustentada en la mercantilización de nuestro dolor y la motivación arribista por algún día tener el poder que algunos hombres –y menos mujeres– tienen. Pero lo que nuestros termos con calcomanías que leen “girl power” no entienden es que para que el sistema existente funcione, siempre tiene que haber alguien abajo. ¿En verdad queremos que el mundo cambie o queremos ponernos a nosotras al centro?
8. La causa feminista no se vive un día ni un mes
Cada año vemos cómo las publicaciones en medios digitales y tradicionales se tiñen de violeta. Los programas invitan a mujeres a participar en mesas redondas, las revistas sacan números especiales por lo que llaman “el mes de la mujer”, pero poco pasa verdaderamente más allá del día. Muchas de esas redacciones no ofrecen oportunidades de crecimiento ni prestaciones de ley a sus trabajadoras, muchas de ellas están dirigidas por hombres misóginos y violentos, muchas saben que pueden lucrar con el feminismo unos días, un par de semanas o hasta un mes sin cambiar sus prácticas de base. He sido testigo de esto de primera mano en mi vida profesional, de un par de años a la fecha.
Pero más allá de las acciones problemáticas y cuestionables de los medios, también me ha quedado claro que la lucha no sólo no debe ser reaccionaria, sino que tampoco puede girar alrededor de un día o una marcha. Lamentablemente, aunque año con año antes de la pandemia los números de asistentes a las marchas feministas por el 8M fueron incrementando, también lo hicieron la represión policiaca y los registros de agresiones a personas trans y no binarias, y a mujeres anarquistas dentro de los contingentes que no hacen más que protestar y resistir a su propia manera. Así, cuando camino en las macromarchas encapuchada –para protegerme de la persecución política de la que he sido víctima por parte de instituciones– y mujeres a mi alrededor me gritan “¡tú no me representas!” mientras la policía nos encapsula y rocía gas lacrimógeno, o cuando algunas compañeras sacan a mujeres trans, hombres trans o personas no binarias de sus contingentes, no puedo hacer más que preguntarme: si nosotrxs no te representamos, ¿entonces quién sí?
9. El feminismo no puede replicar otros modelos discriminatorios
Volviendo al tema del terfismo y haciendo hincapié en la manera en que muchas mujeres transexcluyentes sostienen que “terf es un insulto sustentado en discurso de odio y misoginia” y otras reclaman que las mujeres trans, hombres trans y personas no binarias no son las verdaderas sujetas del feminismo, creo que es importante retroceder un poco en la historia. La lucha feminista históricamente ha sido exclusivista cuando el feminismo sufragista de personajes como Susan B. Anthony decía que “de no otorgarse justicia a todas las personas, por lo menos debería ser otorgada a las mujeres más inteligentes y capaces” como ella, una mujer blanca con acceso a la educación; o cuando Betty Friedan, autora del famoso libro La mística de la feminidad se refería a las mujeres lesbianas dentro del movimiento como una “amenaza lavanda” e incluso iba tan lejos como hacerlas ver como mujeres de segunda categoría.
Así como el feminismo históricamente ha sido transfóbico y lesbofóbico, también ha sido clasista, racista, educacionista, capacitista. Esa es su historia y por ello es trabajo nuestro dar una vuelta de 180º en lugar de reivindicar el pasado violento y marginalizante del movimiento. Porque como sostenía Audre Lorde “las herramientas del patrón nunca destruirán su casa”. No es posible hacernos de un mundo nuevo y más justo desde posturas antiderechos ausentes de empatía.
10. El feminismo no debería existir
La lucha feminista históricamente ha sido exclusivista y ha reproducido discursos de marginalización a grupos vulnerados: no es posible hablar de feminismo sin reconocerlo, sin ver hacia el pasado y confrontarnos con los terrores del movimiento con el que hemos decidido abanderarnos.
Pero así como hemos de ver hacia el pasado, tendremos también que ver a nuestro alrededor en la actualidad. Las prácticas violentas y discriminatorias dentro del feminismo no son cuestiones ajenas de un tiempo lejano totalmente distinto a nuestra contemporaneidad: éstas siguen presentes hasta nuestros días, quizás mejor disimuladas, pero igual de peligrosas.
Es entonces crucial ver al movimiento de frente, tomarlo sin pinzas, sin elegir sólo lo bello que nos embona. Si hemos de criticar el sistema habremos de hacerlo desde todos sus frentes, leyendo a lxs autorxs con diversidades funcionales motrices, racializadxs, trans, disidentes de género, pobres, gordxs, neurodivergentes, a todxs ellxs que desde los inicios del protofeminismo con Mary Wollstonecraft cuestionaban las formas y los motivos de la lucha por los derechos de la mujer.
diez años de haber comenzado a nombrarme como feminista y a un par de días de haber comenzado a escribir este texto, sigo teniendo más dudas que respuestas. El feminismo no es ni será la meta última, sino un medio para llegar a otro lugar que aún desconocemos. Y es que en un mundo ideal el feminismo no existirá porque no será necesario que nos protejamos lx unx de lx otrx, en ese mundo ideal no habitaremos Estados feminicidas con políticas antiderechos. Ese mundo lo habremos de crear juntxs, desde el cuerpo y la experiencia personal, desde la empatía, desde un espacio diferente al que usamos para pensar la equidad hoy.
Mariana Riestra es una escritora, traductora y editora tamaulipeca que reside en la Ciudad de México. Su escritura se enfoca en las narrativas de la frontera y los efectos de la memoria sobre el cuerpo. Es licenciada en Letras Inglesas por la UNAM y trabajó como editora de Chilanga, la subdivisión de género y feminismo de la revista Chilango. Así también, ha sido becaria de los programas de escritura Ellipsis, Under the Volcano y el Verano de creación literaria codirigido por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. En 2020 cofundó la RUME (Red Universitaria de Mujeres Escritoras) y actualmente trabaja como editora y gestora del proyecto. Ha publicado ensayos, reseñas, relatos y dos libros infantiles.