Camarón que se duerme

Paula Martínez Ramos

Observo al tiburón, que no tiene palabras sobre el cuerpo. Habita lejos, en la oscuridad, y pocas veces lo nombran. No me permite que lo abrace, se acerca cauteloso. Nunca me susurra sus secretos, pero los lleva en la punta de sus fauces.

Generalmente las formas juveniles
de los camarones se desarrollan en
aguas protegidas, pero cuando adultos
migran al ambiente marino, donde
habitan en aguas poco profundas, sobre
fondos lodosos y lodoso-arenosos.

Miguel A. Rodríguez R.

Mis simpatías están con los nómadas,
no tengo el alma de un sedentario.

Věra Linhartová

No pienso mucho en lo que me pasa frente al espejo. Vivir mi cuerpo es vivir el mar: sus corrientes. Me aferro a la boya más cercana. Cuando pauso, caigo directo al fondo. Eso me da tiempo. Me encuentro con boyas que se han hundido. Con palabras que, lejos de la luz, adquieren formas extrañas.

Hay días en los que mi cuerpo se va tan hondo que se encuentra con tiburones de Groenlandia. Uno solo puede vivir hasta 500 años. Más tiempo que los territorios formados por las conquistas de Europa en América. Más que la conversión de los nuevos territorios al catolicismo, o al cristianismo. Por lo tanto, han habitado el mundo más que los cuerpos concebidos desde el binario del género.

Observo al tiburón, que no tiene palabras sobre el cuerpo. Habita lejos, en la oscuridad, y pocas veces lo nombran. No me permite que lo abrace, se acerca cauteloso. Nunca me susurra sus secretos, pero los lleva en la punta de sus fauces.

Mamá teme a las ratas. Cuando vivía en Mina, y volvía a casa después de la escuela, los niños del pueblo, que rechazaban la llegada de mi tío y de ella, les aventaban ratas.

El abuelo obligaba a mamá y a mi tío a estudiar en vacaciones. Todos los días, por las mañanas, cumplían con una cuota de ejercicios: matemáticas, español, biología, historia. Una vez resueltos, podían jugar a lo que quisieran. Cuando llegaban a su nueva escuela, tomaban los primeros lugares en el cuadro de honor. Esto, desde la primaria, fue motivo de violencia hacia ellos. O así lo cuenta mamá.

Mamá piensa que mi tío es de las personas más brillantes que ha conocido. Lo adelantaron a la secundaria cuando estudiaba los cursos tempranos de primaria. Mamá recuerda el día en que se encontró con unos niños golpeando a su hermano en el patio. Recuerda que agarró su morral, al cual se le escapaban las puntas de las tijeras, y golpeó a cada uno de ellos con él.

Mi tío, como forma de protegerse, dejó la escuela. Se dedicó a hacer carreras de autos con sus amigos, los mismos que lo golpearon de niños. A salir con mujeres, muchas mujeres, para hacerse del prestigio de macho. Me pregunto si dejó de ser él para sobrevivir, o si se volvió él para hacerlo. En sus ojos, cuando lo veo, noto que busca ansioso, que no encuentra. ¿Qué no encuentra?

Mamá aprendió a observar, a ser después de hacerlo. Estudiaba a las personas antes de integrarse. Aprendía cómo hablaban, cómo movían el cuerpo. Así sobrevivió. Removió a las eses de “fuiste” y caminaba con un porte imponente. Un porte con el que nunca la golpearían. Porque era la niña del saco y las tijeras.

Entonces Caín respondió a Yavhé:
Grande es mi culpa para ser soportada. Hoy me echas
de la tierra y habré de esconderme de tu presencia,
errante y extranjero en la tierra; y sucederá
que cualquiera que me encuentre, me matará.

Génesis

De papá no sé mucho. Veía pasar a las estaciones en el porche de su casa: primavera, verano, otoño, invierno. Cuando llovía, el porche se inundaba porque él y su familia vivían a unas cuadras de la costa. Salía a nadar con sus primos, las calles vueltas río.

Hace mucho, mi hermana vio una mariposa atrapada en una telaraña. Se la mostró a papá. Ella asumió que no podía moverla. Crecer con biólogos nos enseñó eso: alterar el entorno de los animales puede tener efectos fatales sobre ellos. Esa vez papá le dijo: Algo curioso de ser humanos es que podemos decidir qué mover y qué no, ¿tú qué vida quieres para la mariposa?

Papá es un elemento fijo, una roca. Esta forma de ser le dio ventajas, como dudar poco de sí mismo. La única vez que mamá lo vio llorar fue ante la incertidumbre de si conseguiría trabajo. También lo vi. No recuerdo si me dolió, no recuerdo si lo abracé. A veces olvido que los padres lloran.

Papá y mamá, aunque Roca y Camaleón, tienen cosas en común. Los dos se adaptan a distintos entornos rápido y de manera constante. Los dos cambian su acento, o el acento les cambia. El camaleón detrás de la roca. Y en este esfuerzo por dejar atrás a los lugares de los que vienen, se perdieron. Como se perdió mi tío, como me pierdo yo.

No suenas jarocha, me dijeron en el primer día de clases en la Facultad de Filosofía y Letras. Bueno, no lo soy, pensé. No sé qué soy, también pensé. No respondí. Es más fácil permitir que piensen que soy jarocha que relatar la historia de migraciones de mi familia. Una de muchas, una de las menos complicadas.

Recibí dos nombres: Pez y Langosta. Un pez de río, en todo caso, porque crecí en Xalapa. Y, tal vez, un camarón.

El hervidero político de la facultad obliga a encontrarse, de golpe. O te encuentras o te arrastran las corrientes de posturas políticas. Todas con cosas en común, opresiones en común, todas en batalla constante con la otra. En mi casa, por la mañana y por la noche, me dedico a mapear quién soy. Porque, como se habrá dado cuenta un nómada, ser es algo indefinido.

Mamá aprendió a manejar esta incertidumbre mimetizándose con su entorno. Papá se mantuvo sólido frente al cambio. Mamá Camaleón, Papá Roca. Y, yo, Camarón Dormido.

Me veo en el espejo. Veo cabello que lleva meses sin cortar. Veo mis ojos, pequeños en relación con el resto de mi cara. Veo mis labios, grandes en relación con el resto de mi cara. Y me pregunto qué sería haber nacido sin pechos. Me pregunto sobre las palabras que se pegarían a mi cuerpo, como imanes, si hubiera nacido en un contenedor distinto.

Me miro en el espejo y veo a papá.

Las cosas se llamaban justo como lo que eran
y eran justo como se llamaban. Un acuerdo
cerrado para siempre. Para la mayoría
de la gente no había ningún resquicio entre palabra
y objeto a través del cual mirar para toparse
con la nada, como si uno se escurriera
de su propia piel y cayera en el vacío.

Herta Müller

Mamá y papá siempre migraron dentro de las palabras establecidas. Para sus cuerpos, para su relación, para su vida. Creyeron la promesa del juego. Marido y mujer.

Me veo en el espejo, ¿ese juego me corresponde?


Las palabras se despegan de los objetos a los que las asignamos. Se despegan y cobran otro sentido según el lugar en el que están. Las quesadillas de Ciudad de México son las dobladas de Xalapa. Las gorditas del puerto de Veracruz son las picadas de Coatepec.

En algún momento, durante el trayecto en carretera, las palabras deciden cambiar de traje. Se ríen, traviesas, de lo fijo, de lo establecido.


Una intuición no percibida fue la que llevó a mamá y a papá a nombrarse desde las palabras que contuvieron a sus cuerpos desde que nacieron. La misma que cambió la forma en que hablaban. La misma que los llevó a estudiar en Estados Unidos. A casarse. A darnos a luz. No detenerse a observar estas palabras, y su relación con sus cuerpos, los destruyó.

Cuando comenzaron a desprenderse las palabras de mi piel, empecé a alejarme de mi familia. Es difícil entender el vacío entre el cuerpo y la palabra que ya no encaja. Asusta. Algunos días prefiero actuar como si ese espacio no existiera, quedarme con lo que me dijeron que soy.

Vengo de un lugar periférico, Veracruz. Habito un cuerpo periférico. Uno feminizado, no uno de mujer. Habité el camuflaje como un mecanismo de sobrevivencia. Aprendí del camaleonismo de mamá. Me apegué al vocabulario existente para no buscarme fuera de él. Es probable que, si no hubiera salido de Xalapa, no me habría dado cuenta de que las palabras con las que forraron a mi cuerpo no corresponden con él.

El camuflaje duele.

Algunos días siento que ya no puedo volver a casa. Sí, soy tu niña. Soy tu niña para que me ames. Soy un camarón, un camarón de río, que usa su exoesqueleto viejo para no quebrar la ilusión de que lo aman. El exoesqueleto como la idea de su hermana y de su mamá sobre lo que es el camarón. Y se lo pone. Porque, si se lo quita, arrancan su carne fresca, el exoesqueleto blando en el que cabe, a pedazos. A palabras.

La inversión de óptica surgió en el momento
en que el exilio forzado se transformó en exilio
voluntario. (…) Abandonar el territorio nacional
por voluntad propia y sin la aprobación
de las autoridades se traduce entonces
como un acto de hostilidad declarada.

Věra Linhartová

Hasta ahora, no vuelvo a casa siendo yo. Vuelvo en disfraz. En ser cuir hay un exilio tácito. No sólo un exilio de la familia, un exilio del género. Un exilio hacia un no-lugar donde construir desde los cimientos y la falta de aire. Desde cada letra, formar nuevas palabras.

Entiendo que estas normas del cuerpo que mamá y mi hermana perpetúan en silencio son formas de protegerme, de protegerse. Detrás de ellas está la preocupación por mi sobrevivencia. ¿Y si le avientan ratas? ¿Y si lo golpean cuando salga de sus clases? Son ansiedades que percibo latentes en mamá. Y me asfixian.


Migrar, para la RAE, es trasladarse del lugar en que se habita a otro distinto. Lugar: espacio. Lugar: cuerpo. Migro mi cuerpo entre pronombres, gestos y tonos para asegurar mi vida. Migrar al cuerpo, migrar al alma. La muerte no siempre es sangre. Puede ser la ausencia de un espacio explícito para aquello que está afuera de la norma. Una compañera renuncia a su cuerpo de “Ella” para que no la maten cuando pasa por las calles de Xochimilco. Yo, camarón; ella, serpiente. Se cubre con su piel muerta, “masculina”, para respirar en paz.

Me duele alejarme de mi familia sin una excusa explícita, sin ratas sobre el cuerpo. De ser así, tendría evidencia fácil, tangible, para irme. Pero son “sólo” palabras, “sólo” silencios. Tensiones musculares, gestos poco evidentes, casi invisibles, con los que es posible una existencia aparente. Lo sutil es lo que norma al cuerpo, a los gestos, a la ropa. Aunque vuelva a casa, no vuelvo yo. Esta migración es un exilio interno. Uno que solo yo siento. Uno que nadie ve.

Mi primerísima experiencia, después
de mi partida, fue la de una gran ligereza,
la de no-pertenencia a ningún tipo
de comunidad, a ningún tipo de país.

Věra Linhartová

En el fondo del mar, junto a los tiburones de Groenlandia, viven camarones bioluminiscentes. Se acercan, me acarician con sus antenas. Me reconocen. Cubren mi cuerpo para darle calor. Duermo.

En el mar profundo, me encuentro.

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