El miedo me sigue dominando la mayoría de los días y voy conociendo otras razones para temer diariamente. No obstante, ese miedo a veces se vuelve rabia, ganas de dejar de guardarme porque la calle es tan mía como suya, ganas de llorar por la yo que pensaba que “lesbiana” era el peor insulto del diccionario, ganas de arrebatarnos de cada lugar donde nos hicieron sentir inadecuadas, ganas de entender por qué estaba bien que mi yo niña no entendiera de dónde venía el odio. ¿Qué no es eso lo único que queda por hacer cuando el mundo no duda en querer erradicar nuestra tranquilidad?
Ya que no somos jóvenes, las semanas tienen que contar
por los años que nos perdimos […]
Adrienne Rich, Twenty-One Love Poems, “Poem 3”
La primera vez que temí por mi vida como mujer sáfica, me levanté a las 5:30 de la mañana para vivir ese día como cualquiera antes de que diera la noche y pudiera ver a L. Me puse calzones cómodos de algodón porque ni ella ni yo esperábamos una tanga sexy y un bra con push-up a juego, me maquillé como a mí me gustaba, no como me habían enseñado a hacer para que la mirada se me viera más joven o juguetona, me puse botas con apenas un poco de tacón porque con ella no me molestaría ser demasiado baja como para que me lo mencionara todo el tiempo ni demasiado alta para intimidarla. La primera vez que temí como mujer sáfica fue un viernes, pero bien pudo haber sido cualquier otro día.
Yo me supe ajena desde siempre. Nací demasiado pronto en una familia demasiado convencional y fui una ñoñaza en el colegio religioso donde me pegaron, me gritaron y me encerraron en el baño hasta el cansancio. Ahí donde las más de las veces no dije nada, pensando que me merecía el dolor porque no encajaba, en mi cabeza no encajaba. Ahí donde luego quise ser monja porque no podía imaginarme nunca casándome con un hombre. Ahí donde se me dijo que si no elegía la vida religiosa tendría que elegir la vida en pareja y las parejas eran siempre de hombres y mujeres. Ahí donde nunca entendí por qué.
Tus manos pequeñas, idénticas a las mías—
sólo el pulgar es más grande, más largo— en estas manos
podría poner el mundo
Adrienne Rich, Twenty-One Love Poems, “Poem 6”
Nací en un país fuerte y determinantemente homofóbico, pero por encima de todo lesbofóbico; con un odio infundado hacia las mujeres que amamos a otras mujeres y a cualquier criatura que disienta del falso binomio de género y su performatividad, y opte por enunciarse y presentarse desde lo transgresor femenino. No era entonces raro que escuchara quejas y chistes alrededor mío cuando se legalizó el matrimonio igualitario en 2009, que creciera en un entorno donde “lesbiana” fuera la peor cosa que te pudieran llamar y donde, por supuesto, las relaciones románticas entre mujeres eran innombrables y seguro escasas.
Fue por ello que la primera vez que vi a dos lesbianas amándose me agarró particularmente de sorpresa. Veía el re-run de Friends con mi papá un sábado por la mañana antes de desayunar cuando en la pantalla aparecieron Carol y Susan, dos personajes enamoradas y decididas a criar juntas al bebé que Carol había procreado con Ross cuando todavía eran pareja. Emocionada profundamente, me decidí por ver toda la serie en aquellos maratones sabatinos con la esperanza de volver a verlas. Las vi tener su ceremonia de compromiso –porque el matrimonio entre dos mujeres era ilegal en los años 90 en los Estados Unidos, donde la serie tomaba lugar–, criar juntas a su hijo y eventualmente desaparecer de la trama cuando la historia (y el arco narrativo de un hombre, Ross) dejó de necesitarlas. Por supuesto que hoy pienso en la forma en que esa relación era representada dejó mucho que desear, por supuesto que creo que muchas veces el que estos personajes fueran mujeres lesbianas era el remate del chiste. Por supuesto, también, que ese pedacito de representación me hacía sonreír, sin entender del todo por qué.
Más allá de Carol y Susan en la pantalla, nunca en esos años de niñez y primera adolescencia tuve referentes cercanos que me hicieran saber que las mujeres se podían amar de alguna otra forma que no fuera platónica y amistosa. Esa ausencia terminó por convencerme de que aquel amor que veía en la tele era inusual, raro y debía serme, por lo tanto, ajeno. Pero, ¿entonces por qué me sentía así cuando veía a G cada verano? ¿Por qué pasaba horas pensando en los labios de D cuando se vaciaba mi cabeza? ¿Por qué odiaba tanto ver a S caminar de la mano de su novio en el recreo? ¿Por qué era tan difícil encontrar una respuesta?
Éramos dos amantes de un mismo género
Éramos dos mujeres de una misma generación.
Adrienne Rich, Twenty-One Love Poems, “Poem 12”
Siempre, y hasta la fecha, me han gustado los hombres. Algunos. Tuve crushes, ligues y novios: los suficientes como para dejarme claro, en momentos de dudas, que lesbiana, definitivamente, no era, quizás quisquillosa, pero hasta ahí. Por supuesto que cuando comencé a masturbarme lo hice pensando en mujeres y claro que me daba ñáñaras que me besaran o me tomaran de la mano los muchachos que según yo tanto me gustaban, pero yo lesbiana no era. No era.
No podía ser queer porque a mi mejor amigo de la secundaria, un muchacho gay que comenzaba a hacer las paces con su orientación sexoafectiva, lo golpearon otros adolescentes de su colonia “por señorita”, porque las maestras del colegio lo acosaban por parecerles gay y, por tanto, peligroso, capaz de iniciar una epidemia de homosexualidad en la escuela. No podía ser queer porque mi amiga cristiana fervorosa y lesbiana de clóset rezaba por “curarse” de aquello, porque su familia, al enterarse, la trató como si su hija hubiera muerto. No podía ser queer porque ser queer sería dolerme, doler a otros, doler a quien amara. O eso creí hasta que me enamoré de S.
Con S fue un amor adolescente, inquieto, intenso, fugaz, basado en mentirle a nuestros padres por motivos que jamás prevenimos. Estar con ella era verme feliz desde fuera, como si la que la besara fuera otra que sí reconociera que aquello era nuevo y bueno. Y fue esa otra, la que al verse al espejo se desconocía, la que le sacaba la vuelta a S cuando me buscaba para preguntarme cuándo podríamos legitimar la relación, la que tenía miedo hasta los huesos, la que terminó por quedarse sola. Un día, lejos ya del primer beso y de la emoción del inicio, vi a S subir una foto con otra, honesta; esa otra no era yo, sino G, una chica a la que había conocido en su nueva escuela.
Puse mi mano sobre tu muslo
para consolarnos a ambas.
Tu mano se acercó a la mía
y nos quedamos así,
sufriendo juntas en nuestros cuerpos
Adrienne Rich, Twenty-One Love Poems, “Poem 14”
Del corazón roto vinieron otras relaciones cortas e insignificantes con muchachos, algunos crueles, otros tiernos, con los que me performaba abyecta: más femenina que nunca, temerosa —a veces con razón—, ingenua, extraña. De esas relaciones breves nació una larga, maravillosa y segura desde la cual pude, eventualmente confrontar mi miedo y mi lesbofobia: ojalá pudiera decir que me he curado de ellos, pero sigo cargando con los mismo, aunque cada día sean menos.
Desde esta relación plena he podido experimentar una dicha que crece en mí, reconociéndome como mujer que ama a otras mujeres, que disfruta de su voz, de su olor, de las curvas particulares de sus cuerpos, de su inteligencia, de su complicidad. Desde aquí también he podido entender también aquel miedo que me hacía insistir en volverme monja antes de casarme con un hombre, que me hizo mentirle a mis padres una y mil veces, que me hizo traicionar a S al tiempo que me traicionaba a mí misma. Desde ese miedo he conocido también otros.
Pase lo que pase con nosotras, tu cuerpo
rondará por el mío […]
Adrienne Rich, Twenty-One Love Poems, “[(The Floating Poem, Unnumbered)]”
La primera vez que temí por mi vida como mujer sáfica, me levanté a las 5:30 de la mañana para vivir ese día como cualquiera antes de que diera la noche y pudiera ver a L. Ella me llevó a un bar en la Zona Rosa, cerca de su casa. Nuestra primera cita había durado horas y se había llenado de miradas delicadas, de sonrisas tímidas que dieron lugar a un primer beso que ninguna de las dos quisimos precipitar, por temor a dañar a la otra cuando el mundo ya nos había hecho trizas.
En aquella segunda cita en un bar perdido entre el ruido de viernes por la noche en la ciudad bailamos, tomamos y platicamos; nos supimos nuestras hasta que un grupo de hombres en la mesa de al lado comenzó a pedirnos que nos fuéramos con ellos, que les bailáramos, que nos besáramos para entretenerlos. Después de mucha insistencia y todas nuestras negativas dimos por muerto el bar y nos dirigimos a la calle. Caminamos en la noche hasta que escuché el chiflido de uno de ellos: nos habían seguido e iban detrás de nosotras en la banqueta. Nos gritaban que éramos unas perras, unas lenchas, unas asquerosas, que lo que nos hacía falta era una buena metida. Con el pecho vacío por el miedo y las piernas débiles nos metimos a un 7-eleven, donde esperamos a que se fueran y pedimos un taxi a su casa. Esa noche nos besamos como queriendo protegernos del aire, de las cobijas; no queriendo que nada más que la otra nos tocara.
No tengo un final feliz para esta historia. L y yo dejamos de buscarnos y la vida volvió a ser la misma cuando nos desconocimos. Me sigue dando miedo tomar de la mano en la calla a otras mujeres o personas que no caigan visiblemente en el binomio de la heteronorma. En cierta medida, sigo viviendo en el closet. El miedo me sigue dominando la mayoría de los días y voy conociendo otras razones para temer diariamente. No obstante, ese miedo a veces se vuelve rabia, ganas de dejar de guardarme porque la calle es tan mía como suya, ganas de llorar por la yo que pensaba que “lesbiana” era el peor insulto del diccionario, ganas de arrebatarnos de cada lugar donde nos hicieron sentir inadecuadas, ganas de entender por qué estaba bien que mi yo niña no entendiera de dónde venía el odio. ¿Que no es eso lo único que queda por hacer cuando el mundo no duda en querer erradicar nuestra tranquilidad?