Enviar el mensaje justo después de medianoche sería intrusivo: es la hora en que su novio (¿seguirá con ese imbécil?) o su madre (era linda la señora) podrían llamarlo y no te conviene competir con afectos tan vivos. Enviarlo temprano, por la mañana, tampoco parece lo mejor. Es la hora de los parientes viejos (¿ya habrá muerto su tía pedigüeña?) y sus amigos más cercanos (esos atorrantes que ya ni te saludan). Al mediodía es peligroso: como es jornada laboral, seguro almorzará con la gente de la chamba (pollo a la brasa, de cajón) y el impacto de tu saludo se perderá en la animación del restaurante…
Su cumpleaños. Quisieras saludarlo, como la última vez. Pero, si lo llamas, reconocerá el número y podría no contestar. O peor: hacerlo. ¿Te volvería a decir no me llames, basta ya déjame en paz puto psicópata? A lo mejor se queda en silencio, nomás, esperando a que sueltes cualquiera de tus pachotadas antes de colgarte. ¿Y si le mandas un audio? Tampoco. Nunca sabrías si lo llega o no a escuchar, pues tiene el check azul desactivado. Además, hay matices en tu voz, cambios de intensidad, variaciones en la extensión de las palabras tan leves que tú mismo no percibes, pero que él, que te conoce, notará, dejando en evidencia tus verdaderas intenciones. Necesitas algo más sutil, Pepe. Un caballo de Troya, una bomba de relojería que explosione de a puchitos y entreabra, poco a poco, lo que antes era puerta y hoy es muro. Con foso y cocodrilos.
Por eso, mejor, prudencia. Demuéstrale que has madurado, que ya no manda la ansiedad. Wasapéale un mensaje sobrio que no exija una respuesta inmediata, que pueda releer con calma y cuando quiera. Y escoge una hora buena. Enviar el mensaje justo después de medianoche sería intrusivo: es la hora en que su novio (¿seguirá con ese imbécil?) o su madre (era linda la señora) podrían llamarlo y no te conviene competir con afectos tan vivos. Enviarlo temprano, por la mañana, también es mala idea. Es la hora de los parientes viejos (¿ya habrá muerto su tía pedigüeña?) y sus amigos más cercanos (esos atorrantes que ya ni te saludan). Al mediodía es peligroso: como es jornada laboral, seguro almorzará con la gente de la chamba (pollo a la brasa, de cajón) y el impacto de tu saludo se perderá en la animación del restaurante. A media tarde parece buen momento, pero, como tendrá la panza llena (¿seguirá comiendo medio pollo?) habrá modorra, falta de reflejos, alguno que otro malestar (¿habrá recrudecido su gastritis?) y su respuesta, si la hay, será torpe y confusa. ¿Y a la hora de salida? Muy faltoso ya: se daría cuenta de que lo dejaste para el final, en el último lugar de tu agenda (y, como es rencoroso, no conviene). ¿Y en la noche? Naaa, muy tarde. Seguro tiene planes (no le gusta estar en casa) y celebrará de verdad en algún sitio. Pero, como no te ha invitado, tus palabras serán más polizonte que mensaje, justo la impresión que quieres evitar. ¿Entonces? A media mañana, será. Lo más probable es que a esas horas ande concentrado en sus tareas de oficina. Pero tu texto, inesperado, contrastará tanto con su rutina (que, seguro, todavía odia), que será imposible de ignorar. Hay riesgos: que no pueda contestarte en el acto, que lo postergue o, peor, que, si tus palabras no son contundentes, se le olvide. Y eso sí que no. Un mensaje sin respuesta es veneno. Descolocará tu tarde, mirarás el móvil cada dos minutos hasta que anochezca y, si no contesta, la ansiedad (“ese es tu único problema, Pepe”) y sus secuelas (“si no te gusta, jódete”) te pisarán (“¿de verdad quieres que me joda?”) durante toda la semana (“no, no, no: no hablaba en serio”). ¿Entonces? A la mierda. Hay que mojarse. Si lo piensas mucho, no haces nada. Lo enviarás a las 10:45.
Definida ya la hora, queda pensar en las palabras. ¿Cuáles usarás? ¿Feliz cumpleaños, Ibrahim? Mmmmm. Eso le pondrá todo el mundo. Tu mensaje tiene que diferenciarse, golpear, ser inesperado, pero sin chirriar. ¿Feliz cumple, Ibraíto? No. ¿Ibra? No. ¿Cachorro? ¿Cuero? ¿Papi? ¿Fiera? Que no. ¿Recuerdas cómo lo llamaste la primera vez, cuando pasaron de la aplicación al cara a cara? Claro: “Rojo”, por el polo que llevaba. Es que no sabías si su nombre se pronunciaba Ibraím o Ibrajím o Ibráim o Ibrájim, así que, cuando se encontraron en la esquina, le dijiste “hola, Rojo”. ¿Hola qué? Es que me he olvidado de tu nombre. ¿Es en serio? Mirándote me olvido hasta del mío. Y se rio y te reíste y entonces lo tuviste claro: aquí de todas pasa algo. Desde ahí fue “Rojo” por semanas, “Ibra” a veces y, ya medio año después, “Cachorro”. Si tiene memoria (y la tiene: nunca olvida el rencoroso) le lloverán imágenes de los primeros meses, cuando todo era fácil, sincrónico, adictivo. Cuando te decía —como halago, aún no como portazo— que tú eras demasiado. Ese es el efecto que tienes que lograr con tu mensaje. Si todo sale bien (¡saldrá bien!) obtendrás una respuesta cordial, perdonavidas y, en potencia, reincidente.
Entonces, decidido: “¡Rojo, feliz cumpleaños!”. Perfecto. ¿Qué más? Hay que agregar algo. El alma del mensaje. ¿Qué tal “que tengas un gran día”? ¿O “diviértete mucho”? ¿O “intenta-no-extrañarme-tanto-hoy”? No. Tiene que ser algo que suene sincero, pero no meloso, pero cercano, pero no llorón, pero sí realista, pero no lamentoso, pero sí maduro y superado y adulto y generoso y, aunque algo melancólico, bonito. Y que le recuerde, en una pincelada, lo bueno que eres, que la piense, que se cuestione: ¿qué será del Pepe?, hace tres años no nos vemos. El Pepe: un partidazo, divertido, buena gente, cuerazo y, en la cama, un crack. Y que compare, Pepe, que compare. Su nuevo novio (ojalá ya ex) será un tipo calmado y nada ansioso y no lo sacará de sus casillas ni lo estresará tanto, pero ¿y todo lo demás? Haciendo las sumas y las restas, le ganas por goleada. A cualquiera, la verdad.
Entonces, ¿cómo queda? Ya, que sea así: “Pásala bien, te lo mereces”. ¡Perfecto! Ahora falta el gran final. “Un abrazote”, “un beso”, “un lenguazo”, “lativergazo”, “te extraño, perro”. ¡No! Ya el te-lo-mereces fue lo suficientemente echado. En este punto necesitas, por contraste, contención. “Un abrazo”, a secas, equilibraría bien la cosa. Pero ¿sólo un abrazo? ¿No es muy frío? Quizá no tanto si lo rematas con un emoticón. ¿Carita cruzando las manos? ¿Corazoncitos? ¿Mueca de hambre? ¿De demonio arriola? ¿Durazno y berenjena? ¿Gotitas? ¡Tampoco! Cara feliz, nomás. La simple. La corriente. Un poquito de color a tu mensaje, pero sobrio, cortés, ligero, amistoso, que evoque cercanía y afecto y que disimule bien ese too much que lo agotaba. Entonces, queda así:
“¡Rojo!, feliz cumpleaños. Pásala bien, te lo mereces. Un abrazo 🙂 ”
Listo. Ahora, sólo hay que esperar a que sea la hora para enviarlo. Mientras tanto hay que vivir, Pepe. Falta un año, todavía.