Diplomantes de la Escritura Creativa y Crítica Literaria nos comparten sus textos a propósito del Día de Muertos y Halloween por convocatoria de la Escuela de Escritura.
Relatos de atmósferas sombrías, tristes, sorpresivas, desde un lugar de creación. Lee a escritoras y escritores en ciernes de este proyecto de Literatura UNAM.*
Pasaba las vacaciones en el rancho de mi abuelito. Mis compañeros de juegos fueron niños totonacas. Los recuerdo con cariño, aunque se burlaran de mí, era el señorito de ciudad y tenía fama de cobarde. Ocurrió en la noche de los fieles difuntos, cuando los muertitos reciben permiso para visitar a sus seres queridos. Los esperan con ofrendas, llamadas altares de muertos, forrados con papel de china picado, adornados con flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar y dulce de calabaza, no pueden faltar sus alimentos y bebidas favoritos, ni las fotos de los difuntos, iluminadas por veladoras hechas a base de cera de abejas.
Oscurecía, la gente regresaba del panteón, varios con unas copas de más, pronto cenarían en familia y se retirarían a descansar, pues al día siguiente madrugarían. Fue Pánfilo quien dijo: Hoy sabremos quién es hombre bragado y no pinche niñito de ciudad. Nos vemos más noche, iremos al camposanto, dicen que se aparece La Llorona, el que se raje será marica y quien aguante será macho. Tenía miedo. Los ocho adolescentes teníamos miedo. Saltamos la barda, nos recibió el ¡uhu uhu uhu! de una lechuza que se empeñaba en espantarnos, los árboles movían sus ramas como queriendo aprisionarnos, el viento silbaba. Cualquier ruido nos sobresaltaba. Nos internamos entre las callejuelas hasta llegar a la cripta de la familia Ortiz, fundadores del pueblo. Las sombras nos asustaban, de pronto vimos el resplandor de una vela, apareció una mujer vestida de blanco, cabello largo y lacio; apenas nos vio caminó hacia nosotros, gimiendo, llorando, gritando: ¡Aaay, mis hijos! ¡Aaay, mis hijos! Entre chillidos y gritos de espanto mis amigos corrieron “¡Mamá!”; yo no pude, me paralizó el miedo. Se acercó la mujer, preguntó: ¿No corriste por miedo o por cobarde? Me reconoció, Eres el niñito del general, ¿qué haces aquí? ¿De veras eres muy macho? Me tomó de la mano, yo sudaba, temblaba a punto de desmayarme. Entramos a la cripta. La reconocí, era la joven esposa del caporal. Percibí su respiración agitada, su aliento a canela y menta despertaba algo en mí; desabrochó su blusa, dejando al descubierto esos pechos con los que soñaba a menudo, me desnudó, me sumergí en ese torbellino. Sentí una, dos, tres descargas eléctricas que brotaron de mi cabeza, comprendí que me había vaciado. Se abrochaba la blusa, preguntó coqueta: ¿De veras crees que soy La Llorona? Oímos el rechinido de la reja, el eco de los cascos de un caballo, el retintinear de unas espuelas que se acercaban, me ordenó silencio, apagó la vela y salió deprisa, el hombre gritaba indignado ¡Voy a matarlo! Tras el vitral los veía. No hay nadie, gritó. La aventó, ella se abrazó a sus piernas, impidiéndole dar paso; la golpeó, le jaló el cabello, pero seguía ahí, aferrada, desesperada, decidida a no soltarlo. Voy a matarlo, lo juro por Dios. En el forcejeo ella se hizo de la pistola que colgaba del cinturón de su marido; escuché tres detonaciones, el llanto amargo de la mujer, luego la voz de otro hombre. Se imaginó todo —dijo ella—, quería esperarte adentro, para matarte. Era su vida o la tuya. Se montó en ancas del caballo y se perdieron en la noche, no se volvió a saber de ellos, aunque en el pueblo creció una leyenda, todas las noches de los fieles difuntos aparece un hombre en el panteón, anda en busca de su rival porque juró por Dios vengarse y no descansará hasta matarlo. Podría pensarse en una superchería, pero por las dudas dejé de acercarme al cementerio, además fueron muchas las madrugadas en las que escuché el galope de un caballo que venía del panteón y daba vueltas a la casa, luego el retintinear de unas espuelas llegaba hasta la terraza, trataba de abrir mi puerta y por fin el lúgubre relincho de su caballo rompía el silencio de la noche, mientras se alejaba con rumbo al camposanto.
Oscurecía, la gente regresaba del panteón, varios con unas copas de más, pronto cenarían en familia y se retirarían a descansar, pues al día siguiente madrugarían. Fue Pánfilo quien dijo: Hoy sabremos quién es hombre bragado y no pinche niñito de ciudad. Nos vemos más noche, iremos al camposanto, dicen que se aparece La Llorona, el que se raje será marica y quien aguante será macho. Tenía miedo. Los ocho adolescentes teníamos miedo. Saltamos la barda, nos recibió el ¡uhu uhu uhu! de una lechuza que se empeñaba en espantarnos, los árboles movían sus ramas como queriendo aprisionarnos, el viento silbaba. Cualquier ruido nos sobresaltaba. Nos internamos entre las callejuelas hasta llegar a la cripta de la familia Ortiz, fundadores del pueblo. Las sombras nos asustaban, de pronto vimos el resplandor de una vela, apareció una mujer vestida de blanco, cabello largo y lacio; apenas nos vio caminó hacia nosotros, gimiendo, llorando, gritando: ¡Aaay, mis hijos! ¡Aaay, mis hijos! Entre chillidos y gritos de espanto mis amigos corrieron “¡Mamá!”; yo no pude, me paralizó el miedo. Se acercó la mujer, preguntó: ¿No corriste por miedo o por cobarde? Me reconoció, Eres el niñito del general, ¿qué haces aquí? ¿De veras eres muy macho? Me tomó de la mano, yo sudaba, temblaba a punto de desmayarme. Entramos a la cripta. La reconocí, era la joven esposa del caporal. Percibí su respiración agitada, su aliento a canela y menta despertaba algo en mí; desabrochó su blusa, dejando al descubierto esos pechos con los que soñaba a menudo, me desnudó, me sumergí en ese torbellino. Sentí una, dos, tres descargas eléctricas que brotaron de mi cabeza, comprendí que me había vaciado. Se abrochaba la blusa, preguntó coqueta: ¿De veras crees que soy La Llorona? Oímos el rechinido de la reja, el eco de los cascos de un caballo, el retintinear de unas espuelas que se acercaban, me ordenó silencio, apagó la vela y salió deprisa, el hombre gritaba indignado ¡Voy a matarlo! Tras el vitral los veía. No hay nadie, gritó. La aventó, ella se abrazó a sus piernas, impidiéndole dar paso; la golpeó, le jaló el cabello, pero seguía ahí, aferrada, desesperada, decidida a no soltarlo. Voy a matarlo, lo juro por Dios. En el forcejeo ella se hizo de la pistola que colgaba del cinturón de su marido; escuché tres detonaciones, el llanto amargo de la mujer, luego la voz de otro hombre. Se imaginó todo —dijo ella—, quería esperarte adentro, para matarte. Era su vida o la tuya. Se montó en ancas del caballo y se perdieron en la noche, no se volvió a saber de ellos, aunque en el pueblo creció una leyenda, todas las noches de los fieles difuntos aparece un hombre en el panteón, anda en busca de su rival porque juró por Dios vengarse y no descansará hasta matarlo. Podría pensarse en una superchería, pero por las dudas dejé de acercarme al cementerio, además fueron muchas las madrugadas en las que escuché el galope de un caballo que venía del panteón y daba vueltas a la casa, luego el retintinear de unas espuelas llegaba hasta la terraza, trataba de abrir mi puerta y por fin el lúgubre relincho de su caballo rompía el silencio de la noche, mientras se alejaba con rumbo al camposanto.
Ciudad de México, septiembre de 2023
* Estos textos fueron publicados en nuestro portal institucional en octubre de 2023.