Diplomantes de la Escritura Creativa y Crítica Literaria nos comparten sus textos a propósito del Día de Muertos y Halloween por convocatoria de la Escuela de Escritura.
Relatos de atmósferas sombrías, tristes, sorpresivas, desde un lugar de creación. Lee a escritoras y escritores en ciernes de este proyecto de Literatura UNAM.*
No nací de doña Pina, pero ella me cuidó en mi juventud como una madre y en su vejez vi por ella como una hija. Ni mi mudanza al norte de la ajetreada ciudad (motivada por un matrimonio que duró poco, gracias a Dios) ni el nacimiento de mis hijos, pudieron alejarnos nunca. Las visitas a su casa en el lado sur se mantuvieron frecuentes. Mis niños, ahora de cuatro y siete años, crecieron mirándola como una abuela. Estricta, sí, pero igualmente protectora. Su muerte a inicios de año nos tomó por sorpresa, no porque sea raro que a un corazón de ochenta y tantos años le llegue de pronto la hora de vencerse ante la fatiga acumulada, sino porque el de doña Pina era uno de esos corazones duros que parecen indestructibles. Yo le admiro que jamás necesitó de más aprecio que el de las personas que en verdad supieron —supimos— corresponderlo. A su velorio asistimos sólo mis hijos y yo. Al entierro, lo mismo. Sus sobrinos perdidos durante toda una vida aparecerían sólo hasta meses después de su deceso, hambrientos de dinero. Por el puro parentesco sanguíneo, los muy sinvergüenzas se sentían merecedores de una parte de la herencia, y por supuesto que yo, la heredera universal, no estaba dispuesta a concederles nada. Ni sus documentos falsos, visitas de abogados e intentos de negociar conmigo para vender el único bien de valor que era la casa de la señora y dividir las ganancias me hicieron ceder. Pero luego vinieron las amenazas, en forma de llamadas “anónimas” y mensajes dejados en la puerta de mi departamento. Reconociéndome mexicana y madre soltera, me sentí vulnerable, a tal grado que acabé decidiéndome a vender la propiedad, no a los sobrinos, pero sí a una de las tantas inmobiliarias interesadas que ya tantos edificios y fraccionamientos habían levantado en esa colonia. No fue fácil, porque sabía que doña Pina me la había dejado con la esperanza de que algún día yo volviera a habitarla, y que la preservara con todo y su bello y frondoso jardín. Sin embargo, pudieron más el miedo y el deseo de evitarme más problemas que cualquier sentimentalismo. A fin de cuentas, la idea de usar las ganancias para comprar un departamento propio y dejar de pagar una renta que me drenaba hasta la última gota de salario tampoco se miraba tan mal.
La otra tarde aproveché que no iba a tener trabajo al día siguiente, ni los niños escuela, y me lancé a darle una limpiadita a la casa; un comprador potencial había quedado en ir a verla días más tarde para hacer una oferta y yo quería tenerla lo más presentable posible. Era 1 de noviembre. Los niños venían disfrazados luego del festival de muertos de su escuela. A pesar de mi negativa inicial, sus caritas ilusionadas me convencieron de abrazar la tradición y ponerle una ofrenda a su abuela adoptiva en el que fuera su hogar. Como el plan de todas formas era quedarnos ahí a dormir, me dije que estaba bien, sería como una despedida de la casa antes de venderla para ser demolida y reemplazada por un edificio de muchos pisos. Así que compramos fruta y adornos y me di tiempo de asar unos elotes y preparar unas quesadillas de huitlacoche (las favoritas de doña Pina). Los niños se encargaron de darle forma al altar. Los tres lloramos al ver por primera vez su retrato entre las veladoras encendidas, pero también sonreímos al contemplar nuestra labor; el color de las frutas, las flores y el papel picado parecía devolver algo de vida a la casa, que pese a mis esfuerzos se veía cada vez más oscura, más apagada. Hasta el jardín siempre verde y floreado se veía seco desde que no estaba la señora.
A la mañana siguiente, los niños me despertaron jurando haber oído por la noche ruidos “como de platos moviéndose” provenientes del patio en donde habíamos puesto la ofrenda. Les seguí la corriente hasta que fuimos a ver y nos encontramos con que toda la comida había desaparecido. Lo que a mis niños les pareció algo mágico, a mí se me hizo espantoso, porque tenía que haber sido obra de una colonia de ratas o peor, de alguien que se nos había metido sin que me diera cuenta. Por suerte tenía manera de comprobarlo: dado el peligro que representaban los sobrinos, hacía tiempo que había instalado en la casa un par de cámaras de seguridad de segunda mano. En una de esas pude ver, con total pasmo, que nuestros comensales nocturnos no habían sido ni ratas ni personas, sino criaturas que nunca pensé ver aquí. Entre las sombras distinguí unas alas de murciélago agitándose sobre los floreros, el hocico de un tlacuache dándose vuelo con los elotes. Una cola de anillos enroscándose animosa junto a la foto de doña Pina, atravesada por la luz de la luna.
La otra tarde aproveché que no iba a tener trabajo al día siguiente, ni los niños escuela, y me lancé a darle una limpiadita a la casa; un comprador potencial había quedado en ir a verla días más tarde para hacer una oferta y yo quería tenerla lo más presentable posible. Era 1 de noviembre. Los niños venían disfrazados luego del festival de muertos de su escuela. A pesar de mi negativa inicial, sus caritas ilusionadas me convencieron de abrazar la tradición y ponerle una ofrenda a su abuela adoptiva en el que fuera su hogar. Como el plan de todas formas era quedarnos ahí a dormir, me dije que estaba bien, sería como una despedida de la casa antes de venderla para ser demolida y reemplazada por un edificio de muchos pisos. Así que compramos fruta y adornos y me di tiempo de asar unos elotes y preparar unas quesadillas de huitlacoche (las favoritas de doña Pina). Los niños se encargaron de darle forma al altar. Los tres lloramos al ver por primera vez su retrato entre las veladoras encendidas, pero también sonreímos al contemplar nuestra labor; el color de las frutas, las flores y el papel picado parecía devolver algo de vida a la casa, que pese a mis esfuerzos se veía cada vez más oscura, más apagada. Hasta el jardín siempre verde y floreado se veía seco desde que no estaba la señora.
A la mañana siguiente, los niños me despertaron jurando haber oído por la noche ruidos “como de platos moviéndose” provenientes del patio en donde habíamos puesto la ofrenda. Les seguí la corriente hasta que fuimos a ver y nos encontramos con que toda la comida había desaparecido. Lo que a mis niños les pareció algo mágico, a mí se me hizo espantoso, porque tenía que haber sido obra de una colonia de ratas o peor, de alguien que se nos había metido sin que me diera cuenta. Por suerte tenía manera de comprobarlo: dado el peligro que representaban los sobrinos, hacía tiempo que había instalado en la casa un par de cámaras de seguridad de segunda mano. En una de esas pude ver, con total pasmo, que nuestros comensales nocturnos no habían sido ni ratas ni personas, sino criaturas que nunca pensé ver aquí. Entre las sombras distinguí unas alas de murciélago agitándose sobre los floreros, el hocico de un tlacuache dándose vuelo con los elotes. Una cola de anillos enroscándose animosa junto a la foto de doña Pina, atravesada por la luz de la luna.
* Estos textos fueron publicados en nuestro portal institucional en octubre de 2023.