Quitate esas cosas, por favor

Pablo Ignacio Chacón

Diplomantes de la Escritura Creativa y Crítica Literaria nos comparten sus textos a propósito del Día de Muertos y Halloween por convocatoria de la Escuela de Escritura.

Relatos de atmósferas sombrías, tristes, sorpresivas, desde un lugar de creación. Lee a escritoras y escritores en ciernes de este proyecto de Literatura UNAM.*

Vine a prevenirte. A pedirte, susurrando, mientras duermes, que esta tarde esperes a papá. Que a lo mejor demoro un poco, pero que prometo llegar a tiempo para llevarte, a diez mil kilómetros por hora si es preciso, hasta el terminal de bus para que viajes a Lima con tu equipo.

Vine para rogarte que, si decides no esperarme, llames a un taxista de confianza. En la refri está pegado el número de Tiburcio, que es tan bueno. En el peor de los casos, te vas con él, pero, por favor, ni se te ocurra tomar un taxi de la calle.

Vine también a pedir perdón por ser tan pesado, por no tener paciencia, por ser tan poco comprensivo. La otra noche fui muy duro con lo del volumen de la música, esa que detesto y que —sí, ya sé— a ti te gusta tanto. Y a disculparme, de paso, por ser egoísta, irresponsable y —aunque esto no debería decirlo— también putañero y tan arrecho que no pude postergar mi encuentro con Mireya (¿no sabes quién es? Sorry, hija, tu papá es un perro), porque pensé que me alcanzaría el tiempo para hacerlo todo el mismo día: terminar veloz mi chamba, tomarme la tarde libre, revolcarme con Mireya y estar a las cinco en punto en casa para recoger a mi campeona y llevarla al terminal, darle un abrazón de despedida, desearle suerte en la competencia, ponerle un Toblerone en la mochila y oír que dice ?en voz muy alta, para que todas sus compañeras escuchen? que no hay mejor papá que yo.


Pero vine, sobre todo, a reparar mi falta. A cambiarlo todo. A prometerte que desde hoy seré derecho, que no le sacaré la vuelta más a tu mamá, que siempre te llevaré a donde tengas que ir, que iré a todos tus torneos a hacerte barra en las tribunas. Que estaré ahí cuando te bajonees y que te escucharé, sin excusas, cuando quieras que te escuche. Que no volveré a regañarte por dejar tus uniformes de gimnasia tirados en el suelo. Que no te haré escenitas si te veo hablando con un chico en la puerta. Que no me enojaré cuando pongas esas canciones en la radio de mi carro, ni te obligaré a quitarte los audífonos con los que revientas tus oídos todo el día. Que te trataré, casi casi, como adulta, porque, sí, ya sé, ya tienes dieciséis y has demostrado, varias veces, que eres responsable, pero igual te seguiré diciendo que te cuides, que receles y que nunca, por nada del mundo, te subas al carro de un desconocido, porque la mala suerte existe, hijita, y los taxistas violadores, también. Que no confíes en nadie. Ni siquiera en tu papá.


Pero quien lo hereda no lo hurta. Siempre fuiste confiada, crédula. Como tu padre, al que le venden todo a sobreprecio, que cae redondito en cualquier broma, que cree que los sueños son presagios y que sigue consultando brujas y adivinos para que lo desplumen como a un pollo. Lo he vuelto a hacer, hija. Pero la que fui a ver, esta vez, no fue una charlatana, sino una señora habilidosa que conozco de hace años. Me ayudó a aprobar la maestría, a conquistar a tu mamá y hasta me anunció, con un margen de error de unos días, la fecha de la muerte de mi madre. ¿Cómo podría dudar de ella? Le expliqué, entre lágrimas, mi drama: ayúdeme, señora, estoy desesperado. Sí, sí, me dijo, lo vi todo en las noticias, qué terrible lo de tu hija, ya sabía que vendrías, ¿quieres vengarte de ese malnacido? ¿O evitar que todo esto suceda? ¿Evitarlo? Cuando dijo eso me quedé cojudo. Yo había ido a verla por venganza. Quería pedirle que le haga un daño horrible a ese animal, porque la cárcel es muy poco pago para lo que hizo. Pero la otra alternativa, eso de impedir que te hagan? No. No me lo esperaba. ¿Es posible?, pregunté, atónito. Es posible, respondió, seca. ¿Y qué tendré que dar a cambio? El precio es alto. Lo que sea, yo lo pago. No es dinero. Me da igual. ¿Estás seguro? Segurísimo. Así sea.


No lo consulté con tu mamá. ¿Para qué? Nunca ha creído en estas cosas y, además, no quiere hablar conmigo. Llora todo el día, me culpa, me señala (?tardón, irresponsable, desgraciado?), abrazando tu ropita. Muy bien, me dije, perdí a mi hija y, pronto, perderé a mi esposa, ¿qué más puedo perder? Además, ¿quién sabe?, a lo mejor esto funciona. Tengo un antecedente personal: mi propia madre me habla en sueños y siento a veces, bien claritos, sus susurros, sus consejos. Te he contado. Tú me crees. Siempre me creíste. Quizá también tu abuela sabía enviar mensajes al pasado?

Hice el trato. La señora prendió un pucho, recitó la invocación, me entregó un alfiler gigante, me pinché los dedos, escribí las palabras con mi sangre, quemamos el papel con unas hierbas dentro y aspiré los vapores. Entonces tuve un vahído y, en menos de un minuto, ya estaba aquí, en la madrugada previa a la tragedia. Hoy. Ahora. A tiempo. Me sentí eufórico, agradecido y confiado cuando te vi acostada y dormidita en tu cama oscura. Y entonces me di cuenta de que las almas que ha comprado el diablo pueden viajar durante diez minutos al pasado y susurrar mensajes de advertencia en los oídos de sus hijos mientras duermen, pero no pueden interactuar físicamente con ellos. Y mucho menos quitarles los audífonos con los que escuchan ?hasta en sueños, dios maldito? sus canciones horrorosas.


* Estos textos fueron publicados en nuestro portal institucional en octubre de 2023.

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