La primera vez que me nombré feminista tenía quince años. Alguna tarde mientras navegaba por internet buscando toda la información que pudiera encontrar sobre la vida y obra de Sylvia Plath –como hacía con mi tiempo libre en ese entonces– caí en cuenta de que diferentes fuentes la nombraban como una autora feminista que había plasmado y cuestionado las marcas y estereotipos de género en la literatura de los años 50 y 60. Esto evidenciado en fragmentos como los de su novela La campana de cristal, en donde el personaje de Esther Greenwood –en medio de lo que parece la antesala de una crisis depresiva mayor– describe una creciente sensación de hambre cuando se imagina
[…] a [s]í misma sentada en la bifurcación de [un] árbol de higos, muriéndo[s]e de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras [ella] estaba allí sentada, incapaz de decidir[s]e, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a [sus] pies. (p. 126)