Y luego hubo sirenas

Miguel Parpadeos

Después de muchos años, Ale regresa a la playa. El mar le recuerda aquel viaje donde por primera vez vio a una sirena.

“Me encontraba rodeado por agua, como si el mismo mar quisiera consolarme. Unos pececillos de agua saltaron a mi alrededor, salpicándome el rostro; unos más se aferraron al viento y nadaron alrededor de mi cabeza. Sonreí. Me quedé unos minutos ahí, cobijado por el mar y su calidez. Cuando me tranquilicé, regresé con mi familia.”

Mi madre me entregó un sobre con un boleto de avión y el dinero suficiente para comprarme otro. Era la mañana de mi cumpleaños y ni siquiera había tocado el desayuno.

—No te quiero ver en la casa el resto del verano —me dijo.—Haz lo que tengas que hacer para enderezarte. Eres todo un hombre y te necesitamos más que nunca.

La abuela tejía en su sofá con la televisión encendida, mientras pretendía no escuchar nuestra plática, como si ella no tuviera nada que ver en esa decisión. Pensé en pedirle a mi hermana Ana que me acompañara en este viaje, porque yo no había ganado ninguna beca para estudiar en una universidad privada en Monterrey y esta sería una última oportunidad para divertirnos juntos. Al empezar a meter la ropa en la maleta, desistí. Éramos gemelos y los dos nos queríamos demasiado. Sin embargo, era el momento de separarnos, de empezar a hacer nuestras vidas solos.

Luego de la larga fila para documentar el equipaje y el retraso de dos horas del vuelo, por fin llegué a la playa. Mis pies disfrutaban la sensación familiar de los granos de arena metiéndose entre los dedos. Seguí caminando hasta que toqué la humedad de aquel suelo. Las olas avanzaron, chocando contra mis piernas y salpicándome hasta el bañador. Alguien estaba feliz de verme otra vez.

 

* * *


Tenía ocho años de edad cuando vi a una sirena por primera vez. Estábamos juntos con otros pasajeros en un bote mediano que nos adentraría lo suficiente en el mar para que viéramos al menos la aleta de alguna ballena. Mientras todos estaban con los salvavidas puestos, atentos al más mínimo movimiento, yo caminé hacia la proa y me quedé viendo al horizonte. No es que no quisiera ver ballenas, pero mi madre seguía de mal humor y la abuela sólo tenía ojos para Ana y Daniela. Si este viaje me estaba gustando o no, era la menor de las preocupaciones. Mientras las olas meneaban el bote, bajé la cabeza y ahí estaba, con unos ojos curiosos puestos en mí. El rostro de la mujer en el agua se acercó lo suficiente para no salir al exterior. Aunque fueron un par de segundos, conseguí contemplarla. La superficie del mar tocaba su diminuta nariz morena. Pequeñas conchas y perlas decoraban el turquesa de su cabello. Acerqué la mano para tocarla, pero ella se alejó cuando escuchamos el grito de un hombre que juraba por fin haber visto una ballena. La busqué de nuevo, pero sólo alcancé a ver el brillo platinado de su delgada cola que se escondía en la oscuridad de esas aguas.

Corrí hacia mi madre que estaba sentada en un costado del bote. En ese entonces, ella estaba encerrada en su mundo. En otras ocasiones el mar le hubiera traído confort, pero no sucedería ahora. Mi papá le hizo creer que su amor era lo único que necesitaba como mujer, que tener una exitosa carrera y formar una familia eran meros complementos. Él la había dejado por otra. Sin saber cómo hacerse cargo por sí sola de tres hijos, mi madre había pasado esos meses con la mirada perdida como si fuera a encontrar algo.

—Mamá, ven, ven rápido. Acabo de ver a una mujer pez —le dije mientras jalaba su mano.

—¿Una sirena?

— Sí, ¡eso era! ¡Una sirena! Como la de los cuentos de hadas.

—Amor, ven acá —me dijo con un olor a alcohol que salía de su boca— Seguro fue un pez que viste por ahí.

—No, mamá, no era un pez. Me estaba viendo bajo el agua y…

—Ale, tranquilo, deja que mamá te abrace. Te quiero mucho, mi hombrecito.

Me sujetó fuerte entre sus brazos y sentí su sonrisa aparecer a mis espaldas. Así nos quedamos un rato más, hasta que una ballena se asomó por unos segundos. Las personas presionaron los botones de las cámaras para capturar el momento, aunque a duras penas consiguieron fotografiar una mancha negra. No volví a mencionar a la sirena hasta que regresamos a la playa. Esa tarde, después de comer, los tres hermanos decidimos construir un castillo. En lo que Daniela regresaba con las cubetas y palas, le conté a Ana cómo había visto a la sirena. Ella puso las manos en su rostro por la emoción cuando le platiqué de mi descubrimiento.

—Quisiera ser una sirena —me dijo apilando la arena.

—¡Yo también! —exclamé.— Podríamos jugar con muchas tortugas y hasta ver a una ballena completa.

Una sombra se proyectó sobre nosotros. Daniela se hincó y acercó las cubetas con agua. Mojó la arena que habíamos juntado y empezó a rehacer todo lo que habíamos construido. Ana y yo nos quedamos observando. Era cinco años más grande que nosotros, así que claro que ella sabría mejor que nadie cómo hacer unos castillos. En un par de segundos, ya había tres torres con puertas amplias.

— Daniela, ¿sabes que Ale vio una sirena? —le preguntó Ana.

—Escuché cuando mi mamá se lo contó a la abuela —respondió Daniela de forma indolente.

—Oye, ¿no quisieras ser una sirena como nosotros? —insistió Ana.

Daniela empezó a reírse. Ana y yo no entendíamos qué habíamos dicho para provocar esa reacción en nuestra hermana.

—Ale, eres niño. Tú no puedes ser una sirena.

—¿Por qué no? —reclamé.

—Sólo las niñas podemos ser sirenas. Los niños son tritones.

Ana y yo nunca habíamos escuchado sobre tritones. Daniela nos explicó que eran hombres con cola de pez. Ana le preguntó si tenían conchas o perlas en el pelo, pero nuestra hermana lo negó inmediatamente, como si fuera una certeza absoluta, aunque nunca hubiera visto una en realidad. —Pues suena muy aburrido, Daniela —contestó Ana decepcionada.

—¡Pero yo quiero ser una sirena! —me lamenté.

—¡Que no puedes ser, Alejandro! —exclamó Daniela.

De los tres hermanos, Daniela era la más cercana a mi papá. A veces sentía que nos culpaba a Ana y a mí, como si nuestro nacimiento hubiera sido la causa de la ruptura de nuestros padres. También peleaba con mi madre, quien a duras penas podía sostener una discusión por la tristeza que padecía. La abuela había sido de gran ayuda. Ella llevaba a Daniela a todos lados con ella y le consentía en todos sus caprichos.

—¡Listo! ¿Qué les parece? —preguntó Daniela.

—No sé. Siento que les hace falta color —sugirió Ana.

El castillo parecía sacado de una revista de viajes. Era tan perfecto que se veía aburrido. A mi lado, estaban un par de palas.

—¿Qué tal si le ponemos esto aquí, como si fueran unas banderas? —dije mientras clavaba las palas en las torres más altas. Ana exclamó con alegría, pero el rostro de Daniela se había puesto rojo.

—¡Mira lo que acabas de hacer! ¡Arruinaste todo! ¡Todo! —me gritó.

Las palabras de Daniela tuvieron que haber sonado tan fuerte, que la abuela debió haberlas escuchado con facilidad. Corrió hacia nosotros para ver qué ocurría. Daniela intentó quitar las palas, pero yo no la dejé. En nuestro forcejeo, el castillo terminó convertido en pura arena. Cuando sentí que me clavó las uñas para que soltara las palas, la empujé con mi otra mano.

—Abuela, mira lo que hizo Alejandro. Lo destruyó —dijo Daniela buscando protección entre los brazos de la abuela.

—Tranquila, mi niña, no pasa nada.

—Hasta me empujó.

—Alejandro, ¿es cierto lo que dice tu hermana? —me preguntó la abuela.

—Yo sólo quería que el castillo luciera mejor y…

—¿Qué te he dicho? Los hombres nunca les pegan a las mujeres.

Por más que quise explicarle que me estaba lastimando y que la había empujado para que se detuviera, la abuela se negaba a dejarme terminar. A veces pensaba que cualquier palabra o acción ante ella siempre era visto con desprecio, como si no fuera suficiente para poder convivir con ella. En cambio, sucedía todo lo contrario con Ana y Daniela, que recibían un trato especial. Me hacían sentir como en la escuela, cuando quería jugar con mis compañeras de clase, y por el hecho de ser niño, no podía estar con ellas. “Ve con los niños a jugar futbol, esto es sólo para niñas”. Lo peor de todo es que intentaba acercarme con los niños y me ignoraban por completo. Sabían que no era bueno para el futbol, que me asustaba cuando me pasaban la pelota. Algunos se reían de mí diciendo que jugaba como niña, lo cual me dolía aún más. Si no podía ser parte de las niñas, ni tampoco de los niños, entonces, ¿a dónde podía pertenecer?

—Perdón, Daniela —dije.

Los tres regresamos a la palapa donde mi madre estaba. Después de que se acabara otra cerveza, regresamos a la casa de la abuela, la cual se había convertido en nuestro hogar en ese mes de vacaciones de verano. En el carro, Ana dejó que recargara mi cabeza en su hombro. Dicen que un gemelo puedo saber lo que el otro siente, o nunca me expliqué por qué en el trayecto Ana se sobaba la mano, justo en la misma parte donde Daniela me había clavado las uñas y ahora tenía la piel levantada.

 

* * *


A la mañana siguiente, Ana y yo nos despertamos con “Las mañanitas” que mi madre, la abuela y Daniela nos cantaban. Nos dirigimos al comedor y sobre la mesa había una pila de hot cakes. Los festejados corrimos para empezar a servirnos. Cuando terminamos de desayunar, nos subimos al carro y regresamos a la playa. Nadamos con Daniela un rato y mi madre nos pagó un paseo a caballo. Después de comer, nos sentamos sobre la arena. Mi madre le trenzaba el cabello a Daniela, mientras Ana y yo jugábamos a “las traes”. La abuela nos acercó dos cajas envueltas en papel de regalo. Abrí la caja más cercana a mí y en el interior había una muñeca. Tenía el cabello rubio, un vestido rosa y zapatos blancos. Hace un par de semanas, los tres hermanos habíamos acompañado a la abuela al supermercado. Después de ayudarle a escoger la fruta, fuimos al pasillo de los juguetes. Daniela huyó al área de cosméticos, porque, según ella, ya estaba grande y le aburrían estas cosas “de niños chiquitos”. Ana había quedado sorprendida por la cantidad de muñecas que había en las repisas y, por alguna razón, estaba de acuerdo con ella. Había figuras de soldados y carros a un costado, pero no podía dejar de ver lo coloridas que eran sus ropas, los peinados y el maquillaje.

—Abuela, ¿me puedo llevar una? —le preguntó Ana.

—Yo… también quiero una —dije con un poco de pena.

—No, Ale, para ti no. Mira, aquí están los cochecitos.

—¡Pero abuela! —reclamé.

—Abuela, quiero esta muñeca. ¡Porfavorporfavorporfavor! —insistió Ana sosteniendo la primera muñeca que había tomado del estante.

—Niños, no puedo comprarles juguetes así nada más. No queremos que mamá se moleste, ¿verdad? Ya vendrá la ocasión para ello —concluyó la abuela.

Al parecer, la ocasión sería para nuestro cumpleaños. Ahí mismo en la playa, saqué la muñeca con entusiasmo. Había otros niños en la playa jugando, pero no me importó que me vieran. Tenía mi primera muñeca. Mía. No era una prestada por Ana en secreto o que tuviera que tomar cuando jugara con ella a la familia.

—Muchas gracias, abuela —dije.

Daniela empezó a reírse a carcajadas.

—Ay, Ale. No, ese regalo no es el tuyo. Esa muñeca es de Ana. El tuyo está en la otra caja —dijo la abuela, dándole la muñeca a mi hermana.

Ana la recibió, confundida por lo que estaba pasando. Abrí la otra caja y quité desesperado el celofán que lo cubría. Había dos cochecitos de construcción, uno verde y otro anaranjado.

—Abuela, pero yo no quería esto. Yo quiero una muñeca, así como la de Ana.

—Que no. Las niñas juegan con muñecas. Además, mira, no es uno solo. ¡Son dos! —me dijo la abuela.

—¡Que yo quiero una muñeca! —dije, tirando con todas mis fuerzas los cochecitos a la arena.

La genta a nuestro alrededor me estaban viendo, extrañados ante mi reacción. Mi madre se incorporó, tambaleándose.

—Pídele perdón a tu abuela —me ordenó, dándole otro trago a su cerveza.

—No, ¡ya me cansé de pedir perdón! —dije. Sin darme cuenta, lágrimas escurrían de mis ojos sin parar.

—Ay, miren. ¡Quiere llorar! ¡Quiere llorar! —se burló Daniela, mientras me alejaba corriendo de ellas.

—Anda, huye, deja a tu mamá y a tus hermanas —gritó la abuela— ¡Eres idéntico a tu padre o peor!

Corrí hasta que no podía oír la voz de la abuela. Me dejé caer. Mis lágrimas caían sobre la arena. Por más que intenté, no podía calmarme. Quería mucho a mi familia, pero no entendía por qué no me comprendían, por qué eran malas conmigo. Ana era la única excepción. El sol estaba descendiendo, así que la marea subía. Una pequeña ola me alcanzó y se llevó la arena que había absorbido mis lágrimas. Seguí llorando, pero el mar regresaba por ellas. Subí la cabeza. Me encontraba rodeado por agua, como si el mismo mar quisiera consolarme. Unos pececillos de agua saltaron a mi alrededor, salpicándome el rostro; unos más se aferraron al viento y nadaron alrededor de mi cabeza. Sonreí. Me quedé unos minutos ahí, cobijado por el mar y su calidez. Cuando me tranquilicé, regresé con mi familia. Antes de llegar a donde estaban mis hermanas y la abuela, me senté con mi madre en unas escaleras.

—Alejandro, quiero que me escuches y que no digas nada. Ahora que tu papá nos dejó, tú te vas a convertir en el hombre de la casa. Cuando crezcas, tendrás que ver por la familia. Vas a tener que cuidar de mí, la abuela, pero en especial de tus hermanas. Ellas van a necesitar mucho de ti cuando ya no esté. Sabes que eres mi hombrecito, ¿verdad? Pero hay cosas que no voy a tolerar. Cuando regresemos con tu abuela, vas a tomar tus regalos y quiero verte jugando con ellos. De ahora en adelante, mi habitación estará cerrada. No volverás a tomar mis joyas, mi maquillaje o mi ropa para ponértela.

—Pero mamá, solo fue una vez. No ha vuelto a pasar.

—Ale, sé cómo tengo arreglado mi tocador y mi ropa. Deja de mentirme. La próxima vez que vuelvas a hacer esto, que le faltes el respeto a tu abuela o a Daniela, voy a llamar a tu tío Pedro y te irás todos los fines de semana con él a trabajar en su rancho. Él seguro haría lo que fuera para enderezarte. Le ayudarías a cortar las naranjas y lo que él requiera con los animales. Desde que amanezca hasta la noche, con tus primos que te caen mal. ¿Eso quieres? No, ¿verdad? Qué bien, así me gusta que seas, mi hombrecito. Ahora…

Mi madre dejó de abrazarme. Acarició mi mejilla derecha, de la misma forma cuando iba a darme las buenas noches. Secó las últimas lágrimas que tenía, para después despegar su mano y darme una fuerte cachetada.

—Para que no chille. Anda, vámonos, amor.

De camino a casa, la abuela le reclamaba a mi madre que nada de esto hubiera pasado si no hubiera dejado que mi padre se fuera, que por su ausencia yo era un torcido. Cuidando de que nadie se percatara, Ana acercó la muñeca para que la tomara, pero no lo hice. Mis manos sujetaban los dos estúpidos cochecitos y la mejilla me quemaba de la tristeza. Ese fue nuestro último viaje a la playa. La abuela vendió la casa para irse a vivir con nosotros. Sabía que mi madre necesitaría toda la ayuda para atendernos. Los siguientes años acaté las órdenes que ella me había dado en la playa como el buen niño que era, como el niño que no quería causar más problemas de los que había en casa. Tenía que ayudar a que esta familia siguiera pareciendo una.

 

* * *


El choque de las olas me trajo de vuelta al presente, al océano que tenía frente a mí. Cuando el agua regresaba al mar, sentí que me arrastraba con ella. Era la mano de una vieja amiga que me había reconocido, que se sujetaba a la mía. Seguí caminando hasta adentrarme al mar. Caminé tanto como pude, hasta que no sentí el suelo. Empecé a nadar, extendiendo mis brazos lo más posible. Aunque me alejé lo suficiente de la playa, no había nadie que percibiera mi ausencia. A unos metros de mí, apareció algo que brillaba. Nadé con más rapidez para alcanzarlo, pero cuando llegué a donde tendría que estar, había desaparecido. Volteé hacia todas partes. Nada. Bajé la cabeza y ahí estaba, moviéndose.

Nadé hacia lo más profundo del agua hasta que atrapé esa chispa de luz. Tenía la misma calidez que sentí en aquel cumpleaños, cuando me encontraba llorando en la playa y pececillos de agua salieron de las olas que se llevaban mis lágrimas. Intenté subir a la superficie para tomar aire, pero el cuerpo no reaccionaba. Me voy a ahogar, pensé. Ni mi madre, ni mi abuela, y mucho menos Daniela, lamentarían mi desaparición. Sólo Ana me extrañaría. Tenía tantas ganas de empezar una nueva vida y hacerlo a mi manera. Estar en un lugar lleno de maravillas, alejado de un mundo cruel. Sin querer, abrí la boca y aquella chispa de luz se metió. Unos segundos después, la urgencia por salir había desaparecido. Ahora yo era quien brillaba. Un torbellino de burbujas me atrapó, pero nunca sentí que corriera peligro. Las burbujas se alargaron hasta convertirse en espejos. Ahí estaba yo, diferente, pero siendo la misma persona. El cabello me había crecido y se había tornado turquesa. Perlas y conchas adornaban mi cabeza. Mis piernas habían desaparecido y en su lugar se encontraba una cola de pez, llena de escamas que parecían hojas de plata. Era una sirena, la misma que había visto cuando tenía ocho años. Una corriente de mar acarició mi cintura. A mis espaldas estaba una ballena nadando hacia mí. Me acerqué para verla más a detalle. Toda su piel era rugosa con pequeñas manchas blancas que se perdían entre surcos que nacían de su boca. Parecía reconocerme. Nadamos juntas hasta que sentimos que el sol se empezaba a ocultar. Peces habían revoloteado a mi alrededor, pulpos me saludaron desde sus escondites y tortugas bailaron a nuestro alrededor. Era tanta la felicidad, que, por primera vez en muchos años, me permití llorar. Ya no seguiría ahogándome entre mis lágrimas. Ahora serían parte de las infinitas gotas de mar, las mismas que me mantendrían con vida. A lo lejos, escuché el canto de unas sirenas. Cuando se percataron de mi presencia, nadaron lo más rápido posible a donde me encontraba. Entre abrazos y risas, me recibieron como una más de su familia. Aquí no había nadie que necesitara arreglo. Por primera vez, no me sentía diferente. Estaba al fin en casa.

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