Día internacional de la mujer trabajadora

Feliz cumpleaños a mí. Leilani Yazmin Ramírez Barbosa

Esa mañana naciste para mí, no sabía nada de ti ni tú de mí. Llegaste tarde, como de costumbre, usabas pantalones de mezclilla y una camisa entre verde y gris. Te sentaste delante de mí, en el sillón rojo. La mesera te vio, esperó a que bajaras tu mochila al suelo y se acercó para pedirte la orden. El resto de las personas seguía hablando sobre los personajes de la novela, menos yo. Me clavé en tu presencia, en tu ajetreo y tu respirar agotado luego de correr para no llegar tan tarde a la sesión, miré cómo sacaste de tu mochila una carpeta de color negro, donde solías hacer dibujos en la parte de atrás. Todas las hojas estaban revueltas, se te cayeron algunas, pero estaban tan lejos de mí que no pude ayudarte a levantarlas. Miré tus dedos gruesos deslizarse entre ellas, me pregunté cómo sería ser tocada por ellos, esquiaban entre las letras de tus apuntes para encontrar los comentarios que habías escrito minutos antes de llegar, justo en el asiento tambaleante de la micro que tomaste.

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El mito de Selene. Lilian Michelle Medina

Nunca entendió por qué Quetzalcóatl decidió marcarla para siempre con la figura de un conejo que al final iba a comerse. Ni por qué la llamaban para atender partos y regular ciclos femeninos.

Tampoco comprendió por qué fue vendida y colocada en el escaparate del cielo como una falsa acompañante de los viajeros solitarios, mostrándose desde distintos ángulos para no devaluarse. Las etiquetas de oferta abundaban en los periodos de muertes, corazones rotos y crisis existenciales.

Pero a pesar de la alta demanda, Selene se cansó de bailar con el mar todas las noches al abrigo del viento, porque su vestido siempre fue del mismo blanco percudido.

Quería deshacerse de las mujeres fantasmas y pálidas caminando a la espera de un enamorado, y de las guerreras marineras que usaban su nombre para la defensa del mundo.

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La casa. Sandra Ramírez

Yo también he tenido un sueño muchos sueños tantos que se atropellan entre ellos y aún persigo ese pedazo de eternidad que implica la promesa nunca te olvidaré me han dicho y en silencio he visto cómo se cierra una y otra vez la puerta dejándome ensombrecida zigzagueando entre el miedo al vacío y la certeza de que nada es para siempre que nada dura tanto como para evitar que las voces de los chicos que corren hacia la calle me despierten una calle que como el río nunca es la misma calle ni siquiera puede decirse que siempre haya sido calle hubo un tiempo en que era un camino de terracería que cortaba el cerro piedras aquí y allá y árboles y arbustos de esos que llaman endémicos los perales y ciruelos comenzaron a crecer junto con los rosales y los malvones pero antes de ellos pinos oyameles y un reacio capulín que no me dejaba mirar bien los volcanes en ese tiempo coronados por glaciares las historias que se contaban de la mujer dormida cómo no voy tener memoria de ellas si eran mis preferidas en las noches de invierno cuando el hielo se me escurría por todas partes aunque por supuesto que como ya dije nada es para siempre y abril aparecía de golpe con decenas de golondrinas atareadas en la reconstrucción de sus nidos trabajo que realizaban antes del inminente estallido de polluelos y de mierda su llegada todo lo cambiaba pero lo que más cambiaba era la mirada de Estela para quien la anidada era mucho más que un ejercicio evolutivo exitoso era un pretexto para imaginar una vida feliz lejos de su infancia y del hombre que la humillaba por tener un vientre incapaz de retener un producto por más de veinte semanas

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Sin título. Brenda Cristina Moreno Rosas

No quiero ceder espacios. Dejar un vacío provocado por el miedo, por la inseguridad. Por la constante afirmación externa del peligro. Reacciones. El ritmo frenético dentro de la caja torácica, las noches sin dormir, las náuseas que provoca el evento. Cuando pienso en ese lugar, recuerdo la angustia, la desesperación corriendo por mis venas. La posibilidad de no regresar, de no poder hablar o gritar. El estruendo de los pasos, el eco de las lágrimas. Últimas palabras, alguien me está siguiendo. Enojo, tristeza, confusión. Esta vez alguien se ha entrometido. Esta vez alguien ha preguntado por el temor que desencajaba mis facciones, que petrificaba mis movimientos. Sucede una semana después de que nos piden escribir del tema. Sucede todos los días. Sucede a cada hora.

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Perla peregrina. Gabriela Mier

Con dedicatoria a todas las mujeres que han sido condenadas por ejercer su derecho al aborto. A todas la Sandras de México y Latinoamérica.
¡Que no haya más presas por abortar!
¡Que no haya más muertas por abortar!
¡Que haya justicia!

La persiguen. Corre. Se esconde. Él la encuentra. La atrapa. Ella implora. Grita. Cae. Se levanta. Sangra. Culpable. Lo cree. Pecadora. Cruz. Infierno. Dolor. Vientre. Vacío. Piel. Vacío. Uñas. Vacío. Manos. Vivas.

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Crónica de un retrato involuntario. María Villa

Camino por el centro, alguna calle con un Oxxo, cualquier calle. La plaza de Santo Domingo tiene apenas un par de luces. Un hombre me detiene frente al Oxxo, frente a esa luz que es otra luz. Te voy a dibujar, dice. No te voy a hacer nada, dice. Está descalzo. Tiene el cabello desacomodado. Comienza a dibujar.

Es eso lo que soy: lo que se dibuja —¿o desdibuja?— mientras traza en la cartulina. El olor y sus manos me dan vuelta. Me mira. Detenido, cerrado, cansado, vago. Me mira. Pienso en esto. Estar en ese lugar con un desconocido que se hace un espejo de mí. Me quedo muda y agachada. Sonrío. ¿Cómo llegué a este lugar? ¿Cómo las manos articulan algún espacio de lo que soy? ¿Cómo soy los ojos de un desconocido que hoy está ahí, bajo una luz cualquiera, la del Oxxo?

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Antimandamientos para un postfeminismo. Mariana Riestra

La primera vez que me nombré feminista tenía quince años. Alguna tarde mientras navegaba por internet buscando toda la información que pudiera encontrar sobre la vida y obra de Sylvia Plath –como hacía con mi tiempo libre en ese entonces– caí en cuenta de que diferentes fuentes la nombraban como una autora feminista que había plasmado y cuestionado las marcas y estereotipos de género en la literatura de los años 50 y 60. Esto evidenciado en fragmentos como los de su novela La campana de cristal, en donde el personaje de Esther Greenwood –en medio de lo que parece la antesala de una crisis depresiva mayor– describe una creciente sensación de hambre cuando se imagina

[…] a [s]í misma sentada en la bifurcación de [un] árbol de higos, muriéndo[s]e de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras [ella] estaba allí sentada, incapaz de decidir[s]e, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a [sus] pies. (p. 126)

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