narrativa

Moisés Cancuc

Es un asiento vacío alineado al lado opuesto del lugar donde Moisés Cancuc está sentado. Viaja en un camión destartalado que suspira por llegar a Chenalhó. Cancuc observa cómo los tornillos luchan por mantenerse en su sitio. Mira cómo se estremecen cuando el viejo transporte respinga entre los baches adornos del camino.

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Llamada

Piiip, piiip, piiip. Está sucediendo de nuevo, no lo entiendo. Se supone que estaba bajo control. ¡Ven rápido, por favor! Al terminar la llamada, Dante corrió a esconderse dentro del closet. Llevaba dos años en remisión, cuatro visitando a su psicólogo actual, ocho desde que empezó a “coleccionar” especialistas. Después del diagnóstico, todo resultó más fácil. Reguló sus hábitos de sueño, encontraron la medicina que mejor se adaptó a él, terapia regular. Consiguió dominar su mente.

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Siempre delante

Manuel sale de la cantina pasadas las dos. Aprieta su cinturón, se acomoda el gabán y finalmente se pone el sombrero de petate. Tendrá que caminar largo rato bajo un cielo helado y sin estrellas para llegar a su casa. Espera que Chole ya esté dormida, pues no desea dar explicaciones. Perdió más de la mitad de la raya en apuestas; faltará el dinero para la ofrenda de este año. ¡Bah! ¡Qué más da! De todos modos, ni las velitas, ni las calaveras de azúcar, ni las flores y tampoco el mole les regresarían a Manuelito. Son cosas pa? viejas chillonas y jotolones que no se hacen el ánimo de aceptar que la vida es culera.

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¿Fantasma yo?

Sabía que iba a morir, sólo era cuestión de saber cuándo. La inmutable certeza, era que iba a morir.

No tengo claro cuándo me convertí en fantasma, sólo recuerdo que, cuando morí, ya tenía rato siéndolo. Morir fue sólo un proceso de oficialización de mi condición fantasmal. Un formalismo para hacerlo evidente.

Al reconocerme en mi nuevo estado, la muerte dejó de ser fuente de temor e incertidumbre. Más que causa, se tornó en consecuencia. Resultado, penitencia y significado.

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El retrato

El viento mueve el papel picado que cuelga por la ventana. Paula extiende el mantel blanco por la mesa hasta asegurarse que no haya quedado ninguna arruga. Coloca un par de velas nuevas y las calaveras de azúcar que en la mañana consiguió en el mercado. Joaquín aparece con la caja de las decoraciones de siempre. Los dos hermanos son los únicos que ahora viven en la casa. Los otros echaron raíces y tienen los suficientes hijos para tener sus propias tradiciones.

—Oye, ¿no has visto el retrato de Daniel? —pregunta Paula a su hermano. 

—Creo que anoche lo dejé por aquí.

—Ya te había dicho que no quiero que esté.

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Camarón que se duerme

No pienso mucho en lo que me pasa frente al espejo. Vivir mi cuerpo es vivir el mar: sus corrientes. Me aferro a la boya más cercana. Cuando pauso, caigo directo al fondo. Eso me da tiempo. Me encuentro con boyas que se han hundido. Con palabras que, lejos de la luz, adquieren formas extrañas.

Hay días en los que mi cuerpo se va tan hondo que se encuentra con tiburones de Groenlandia. Uno solo puede vivir hasta 500 años. Más tiempo que los territorios formados por las conquistas de Europa en América. Más que la conversión de los nuevos territorios al catolicismo, o al cristianismo. Por lo tanto, han habitado el mundo más que los cuerpos concebidos desde el binario del género.

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Y luego hubo sirenas

Mi madre me entregó un sobre con un boleto de avión y el dinero suficiente para comprarme otro. Era la mañana de mi cumpleaños y ni siquiera había tocado el desayuno.

—No te quiero ver en la casa el resto del verano —me dijo.—Haz lo que tengas que hacer para enderezarte. Eres todo un hombre y te necesitamos más que nunca.

La abuela tejía en su sofá con la televisión encendida, mientras pretendía no escuchar nuestra plática, como si ella no tuviera nada que ver en esa decisión. Pensé en pedirle a mi hermana Ana que me acompañara en este viaje, porque yo no había ganado ninguna beca para estudiar en una universidad privada en Monterrey y esta sería una última oportunidad para divertirnos juntos. Al empezar a meter la ropa en la maleta, desistí. Éramos gemelos y los dos nos queríamos demasiado. Sin embargo, era el momento de separarnos, de empezar a hacer nuestras vidas solos.

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Súbito

Bajé la barra. Distinguí tus piernas. Tus rodilleras. Salí del gimnasio. El aguacero pateaba los árboles, los edificios, las calles. Los carros atracaban enfrente. Por segundos. Desfilaban, pero nadie vendría por nosotros.

Dos horas. Tú, al otro lado del voladizo. Sin miradas. Sin sonidos. Nos estábamos conociendo. El cosquilleo del agua. Quería juntarnos. De la lluvia sólo quedaron las goteras. Nos salpicaban. Me tensé y no sucedió. Huí.

El día siguiente. Me fortaleció la rutina. Sonreíste a mi pregunta. Sugeriste tu partido del domingo. Los domingos existían después de las once, ya contigo a las siete. De niño no jugué al voleibol. Te sentaba natural. Se trataba de tu salto. Cómo golpeabas el balón. Ganaron. Dijiste que sí querías ser mi novio.

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Pétalos

La podofilina que me recetaron fue bálsamo comparado con tu silencio corrosivo.

Pedí permiso en el Oxxo donde trabajaba para venir a un “chequeo general”. En la eternidad que duré en la sala de espera me costó dejar de masticar mi cabello, atado en una cola de caballo. Un cigarro, hubiera matado por un cigarro en ese momento. En el consultorio de la Clínica 27 del IMSS me recibió un octogenario con lentes de botella. En el cuarto tronaba un ventilador casi tan viejo como él. La capa de pintura color verde se aferraba a la pared descarapelada. Quise tomar asiento en una de las sillas frente al escritorio, pero con un gesto me condujo hasta la parte de atrás de la cortina azul.

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